“Ñameland
es el paraíso de la ternura, reino de abundancia y de bondad.
Hombres y mujeres conviven en un mundo alejado de todo dolor y
sufrimiento. Todos los días por la mañana, el sol se levanta tras
el inmenso mar y saluda a sus habitantes, anunciando que un nuevo día
lleno de prosperidad ha llegado”.
Así
comienza este primer libro de Carlos Marrero, una suerte de paraíso,
dichas esas frases a las que siguen las remembranzas de la infancia
que configuran un relato inspirado en el enamoramiento de un
territorio, en el que se funden vida y arte y donde “existe una
delicada y esmerada atención por la belleza”.
Hay
que trasladarse hasta San Andrés y Sauces, en La Palma, para
entender que la vegetación exuberante armoniza con el carácter de
las personas y con su idiosincrasia. Allí, la imaginación del
escritor exprimió las características de esos “lugares
especiales, llenos
de encanto, de carisma, de nostalgia”. Y les dio nombre propio,
fundiendo o fusionando, la voz de un peculiar tubérculo, comestible,
ñame, con otra inglesa,
land,
que se traduce por tierra o incluso país, con un derivado
castellano, landia, un sufijo que junto a la raíz germánica landa,
viene
a significar lo mismo, país o tierra. La Real Academia Española de
la Lengua (RAE) menciona que “significa ‘sitio de’, ‘lugar
de’, generalmente en nombres propios». Este sufijo es muy común
en la toponimia de lugares donde se hablan lenguas de origen
germánico, como el alemán y el inglés.
En
este sitio, en esta tierra del ñame –perdonen la digresión
anterior- vivió el autor, que ahora rescata los episodios de su
infancia para construir un relato lleno de sugerencias como son las
que habitan, las que se quedaron en ese territorio de la memoria y
que tienen la particularidad de no borrarse o de no alejarse del
todo.
Su
pasión por descubrir el pasado le hizo renunciar a la música, su
vocación, a favor de las bellas artes. Se sentía extraño al acabar
la carrera pero el azar quiso que cruzara su camino con otro amante
del arte que le animó para una primera exposición, titulada Seres
vivientes, con
la que condensó el conflicto entre lo natural y lo social. Surgía
el artista, claro, pero también el gestor cultural que, según su
propia definición, es lo que mejor se le da. Tras su debut
literario, habrá de contrastar el rumbo y deducir lo más
conveniente para esa constante que anida en el interior o en el alma
de cada artista
Como
si el mundo de lo onírico y de la fantasía quisieran abrazarse con
lo lírico, Carlos Marrero va desgranando textos que parecen lanzados
en busca de moraleja. Este es, de alguna manera, un libro de memorias
en el que vuelca una visión del mundo, de su mundo. En Ñameland
quedaron
las raíces que brotaron, miren por donde, durante el confinamiento,
cuando reunió a amigos de la infancia para revivir -y recuperar- la
amistad que había entre los de su generación, entre los leales
o fraternales
de entonces.
Aquello
comenzó como si de un juego se tratara. Seleccionó a cuatro, las
reglas eran bastante simples y todos fueron dejando testimonio de una
cultura, si se quiere, rural. Rescataron episodios, momentos, apenas
flashes que, debidamente procesados, habrían de servir para una
configuración pretérita real, que existió, quiere decirse, no para
refugiarse en el refranero, 'cualquier tiempo pasado fue mejor', sino
para revivir lo que en cierto modo fue un aprendizaje, "en aquel
reino de abundancia y de bondad".
Allí
estaban Carlos y los suyos, los sauceros que llaman ñameros, en su
particular 'paraíso perdido'. Si John Milton basó su epopeya en los
hechos bíblicos, Marrero, salvando las distancias físicas
literarias, desglosa los caminitos, el paseo, las mascaritas, los
cumpleaños felices, el juego de voley, la cadena y los seres
iracundos, títulos de aquellos elementos de Ñameland,
donde
sus hijos, "dulces e inocentes, humildes y generosos",
conviven conscientes de las obligaciones, siempre con ánimo de
diversión.
Es
el universo perfecto, envuelto en felicidad, la que se adivina
incluso por las noches, "en los bancos de las plazas cubiertas
de palmeras y flores exóticas". Entonces, cuentan historias
entre ellos, bromean unos con otros "en un ambiente de eterna
fraternidad". Y jugaban a la cadena. Aquella infancia rescatada
ahora por Marrero es la sublimación del juego, del desenfado, del
canto y de la risa -otra forma de aprender- porque no conocen la
tristeza y porque "todos conviven alegres y felices en el reino
de Ñameland".
Destaca
en algunos pasajes de la obra, la altura descriptiva del autor que se
refiere, por ejemplo, a los lugares que recorría, cerca del infinito
y vasto mar. Lo hacía "rodeado de rocas puntiagudas, rocas
planas y grandes acantilados". Allí estaba "aquella
hermosa cueva natural, escarbada durante tantos años por el mar".
Pero lo más importante era que aquella niñez afortunada ponía a su
alcance todo aquel tiempo y espacio libres.
Los
niños de Ñameland
vieron
crecer y cómo se transformaba aquel lugar. "Aparecieron los
paraguas de hierro con hoja de palmeras, las escaleras de cemento,
las plazoletas... Pude ver -relata Carlos Marrero- cómo aquel
entorno natural, donde la gente corría descalza por encima de las
piedras y comía cobijada en una cueva, se convirtió en un lugar
domesticado, turístico; quizás por suerte, alejado de la
muchedumbre insensible
y esperpéntica que aún visita muchos lugares del mundo".
En
el espejo de su infancia, en suma, se refleja el autor que dedica los
últimos relatos del libro a sus familiares y allegados más
directos. Es una secuencia coherente pues cada relato es como una
lección de vida, orientada a la reconexión con la naturaleza,
mediante una educación de la sensibilidad.
Y
es que en aquel lugar natural y mágico, rústico y poderoso como es
Ñameland,
en
estas sus páginas, quedaron pasajes y vivencias de una época que,
sencillamente, fue feliz.