A
la salida de una tertulia televisiva, Antonio Salazar, buen
periodista y amigo (aún sigue apareciendo La
gaveta económica, una
iniciativa editorial suya), comenta que ha echado en falta alguna
alusión al episodio que, de forma colateral, animó en Tenerife la
erupción del Teneguía (La Palma), de la que se cumplen, por cierto,
cincuenta años.
Efectivamente,
en el imaginario colectivo quedó para siempre un hecho, si se quiere
anecdótico, pero que movilizó a no pocas personas para acudir al
lugar de los hechos, con el fin de comprobar si alguna de las
múltiples causas que se esgrimían para explicar aquel fenómeno que
ahora volveremos a relatar era verosímil o tenía fundamentos para
creérsela.
Fue
a principios de los años setenta del pasado siglo. Sin
exageraciones, un fenómeno natural de difícil justificación
científica produjo un auténtico revuelo popular. En los pueblos de
la comarca, casi no se hablaba de otra cosa mientras, en paralelo, el
volcán palmero era visitado por científicos y enviados especiales
que cubrieron el suceso cuyos antecedentes más recientes en el
tiempo eran los del volcán de San Juan, cuya erupción ocurrió en
1949, en el término municipal de Los Llanos de Aridane. No se ha
insistido en ello, por cierto, pero mucha gente se quedó sin nada y
el impulso a la emigración, sobre todo hacía Venezuela, fue
notable. Sin radio ni televisión, aquel fue todo un acontecimiento.
Sería
bueno describir que el imaginario colectivo o popular, es definido
por la periodista y Máster en Desarrollo Personal, Vanessa González,
en
Lifeder,
como “un
conjunto de símbolos, costumbres o recuerdos que tienen un
significado específico y común para todas las personas que forman
parte de una comunidad. La
imaginación colectiva examina la naturaleza del espíritu creador de
las sociedades que se deleitan en la invención. También analiza
cómo los núcleos culturales de las sociedades creativas energizan y
animan a los sistemas económicos, sociales y políticos”. Muy
apropiada su descripción para comprender lo que ocurrió entonces.
Ocurrió
en el barranco de Godínez (Los Realejos), en las cercanías de la
antigua Carretera General del norte que conducía hasta Icod y
Buenavista. Aún hoy se puede transitar.
Alguien
que una noche cruzaba a oscuras el barranco escuchó una especie de
respiraciones. Se asustó, echó a correr y al día siguiente lo
contaba a familiares y amigos.
No
hizo falta mucho para que la curiosidad se agigantara y comenzara el
desfile hacia Godínez. Gentes del pueblo pero también venidas de
localidades cercanas, principalmente del Puerto de la Cruz, se
concentraron en los márgenes de la carretera y en los senderos que
conducían al fondo del barranco para especular y dar su particular
versión. Horas y horas, hasta bien entrada la noche, Godínez fue
ruta de curiosidad y peregrinación.
Las
respiraciones eran una especie de desahogo, lo que entenderíamos
como un escape, como un soplido. Al coincidir con la erupción del
volcán Teneguía, en La Palma, se quiso encontrar ahí la razón de
aquellos soplidos o de aquellos extrañísimos desinflamientos. Allí
estuvimos varias noches y así lo sentimos. El geólogo portuense
Telesforo Bravo, y su yerno Juan Coello, casi sin quitarse las
cenizas que habían acumulado en sus ropajes mientras seguían in
situ cómo
emergía el Teneguía, lo negó. No había relación alguna.
Pero
la leyenda cobró otros derroteros.
A
la hora de ofrecer explicaciones, llegó a hablarse de los jadeos y
del éxtasis de una pareja que exteriorizaba su placer de forma
digamos tan desaforada. Hasta se hizo recuento de criaturas nacidas
al cabo de nueve meses para señalar que se aprovechó el fenómeno
para hacer el amor en cualquier cueva o rincón del barranco. Una
venta localizada al borde de la carretera agotó las existencias de
vino, pan y carne de cabra.
Desde
el Puerto de la Cruz se organizaron verdaderas excursiones. En una de
ellas, uno de los hermanos Pérez, mecánicos de pro, llevó una
batería y un potente foco supuestamente para alumbrar los pasajes
más recónditos de Godínez y poder disparar sobre el bicho con una
escopeta de aire comprimido.
Porque
alguien apuntó la posible existencia de un animal, de un avechucho,
recién nacido, malherido o atrapado en el follaje o en algún hueco
del barranco como causa de aquellas respiraciones que llegaban a
producir escalofríos en las mujeres y en muchos hombres.
Allí
nació la leyenda del bicho. El bicho del Realejo o el bicho de
Godínez. El periódico 'La Tarde' se hizo eco en varias ediciones de
la controversia. Fueron unos reportajes deliciosos.
Y
allí quiso disparar el popular Gilberto Hernández, a quien Manolín
González, si no estamos errados, había provisto de una escopeta de
balines. Se lo pasó muy bien con el mecánico Pérez a su lado, a
quien ordenaba la orientación del foco.
Gilberto
tuvo en Godínez una de sus genialidades: el padre Rubén, animado
por las historias que le llegaban a su parroquia, se acercó una
noche para comprobar qué había de serio en todo aquello. El cura
trataba de explicar algunos fenómenos geológicos para hallar
similitudes hasta que Gilberto le interrumpió:
-Para
mí, padre, se trata de un alma en pena que está vagando en el
infierno y quiere salir aunque esté abrasado.
-¡Hombre,
Gilberto! No diga usted eso, deje el infierno tranquilo que bastante
dolor tienen los que están allí-, replicó el padre Rubén,
mientras Gilberto y acompañantes contenían las ganas de la
carcajada.
En
la oscuridad de la noche, apareció también Gregorio Avalos, un
pintor acuarelista, precursor del cabello largo de The Beatles y que
intentó en cierta ocasión suicidarse en Las Cañadas con un tubo de
aspirinas. Tenía una peculiar forma de hablar, muy castellanizada:
-¡Jesús,
qué oscuro está esto!
En
ese momento, el mecánico Pérez encendió el foco y lo dirigió al
rostro del artista:
-Soy
Avalos, el pintor, ¿no me reconocen?
Se
pedía y se guardaba silencio cuando se escuchaban las respiraciones
(sic). Alguien pretendió grabarlas pero no tuvo éxito. Algunos
guardaron posiciones estratégicas, en las proximidades de los
"núcleos de emisión", como para localizarlos y salir de
dudas. Hasta que el silencio se veía alterado por un grito:
-¡Galano!,
échate un metro p'abajo, muchacho, a ver si sale el bicho y te pica.
En
las páginas de 'La Tarde' de aquellos días, como dijimos, ha
quedado reflejada la opinión del catedrático Telesforo Bravo, quien
negaba la posible relación de aquellos extraños ruidos con la
erupción volcánica de La Palma.
Centenares
de personas se agolparon en la carretera, el hombre de la venta debió
hacerse rico con el chorizo y la carne de cabra, alguien se quedó
con las ganas de disparar y cobrar pieza, puede que alguna pareja
haya aprovechado la ocasión para unos arrumacos o algo más, puede
también que algunos hayan "visionado" al bicho... pero lo
cierto es que la popularidad del fenómeno fue decreciendo a medida
que pasaban las fechas y allí, en Godínez, no pasaba nada. No, no
había conexión entre el Teneguía y Godínez.
Pero
en la pequeña gran historia del municipio, en ese imaginario
colectivo, quedó este episodio, tan peculiar y tan popular. Tal fue
así que aquel barranco (con el paso del tiempo y el trazado de la
nueva autovía del norte, más aislado o más lejano) recibió,
naturalmente, el sobrenombre: barranco del bicho.