Con el título Fiesta,
sí; desmadre, no, en julio de 2010 publicábamos un artículo en el que
glosábamos la preocupante deriva del martes
de la embarcación en el programa de las Fiestas de Julio del Puerto de la
Cruz. Pese al innegable fondo constructivo con que estaba escrito, no gustó a
algún responsable que habrá tenido que reconocer que no íbamos descaminados,
tal fue así que, justo un año después, lo reproducíamos aportando nuevas
apreciaciones que servían para contrastar la necesidad de tomarse en serio una
dimensión lúdica de considerables proporciones que no sólo desnaturalizaban
ambientes y tradiciones de ese portuense martes por antonomasia sino amenazaban
con desbordar la propia capacidad de la ciudad y sus recursos para absorber una
superpoblación coyuntural con ganas de diversión fácil en un ambiente propicio
así como la organización misma.
Lo ocurrido el pasado martes en la ciudad confiere plena
vigencia al artículo reproducido y pone en evidencia que se han confundido los
planos: un macrobotellón, una aglomeración de miles de personas, muchas de las
cuales consumen alcohol y se divierten con frenesí desde primeras horas de la
mañana, han sustituido el fervor religioso y los aires costumbristas de la
jornada. Cualquiera diría, siguiendo escrupulosamente el curso y los
acontecimientos de la misma, que el Puerto está en crisis, que andamos en
crisis. Vaya manera, desde luego, de “sufrirla”.
Esa superposición de planos alienta el dilema de la
incompatibilidad entre los valores convencionales o tradicionales y los nuevos
modos de diversión, incentivados por hechos a la larga perniciosos, como pueden
ser la instalación de barras de despacho en los exteriores de bares y
cafeterías, suplementadas con música que, por ritmo y volumen, según se quiera,
espanta o anima. Es evidente que, en algunas fases, la incompatibilidad es
manifiesta. Y como cuando se quiera curar o arreglar, en las condiciones que
son fáciles de adivinar, ya sería tarde, lo mejor es prevenir, educar y
corresponsabilizar. Era nuestra tesis de los artículos anteriores sobre el
particular: el tiempo nos ha otorgado la razón.
Este desastre cívico que fue el martes -“cualquier portuense
se siente avergonzado”, dijo encendido, en una tertulia de la plaza, un profesional
de la construcción habitualmente muy dolido con los males que aquejan a la
ciudad- fue de tal calibre que la alcaldía hubo de emitir un comunicado, cuando
ya las redes sociales eran un clamor y los medios de comunicación daban cuenta
de los hechos casi como una crónica de sucesos, apelando a medidas futuras para
evitar una mayor degradación de la fiesta. Algunas de ellas, por cierto, como
no despachar alcohol a menores, sobran. Ya están en normas, queremos decir. ¿Y
la ordenanza, aquella célebre ordenanza que regulaba y penalizaba,
supuestamente, ciertos hechos y ciertas infracciones? ¿Alguien se acuerda,
alguien ha hecho algo por rescatarla e intentar aplicarla?
De modo que, causado ya el daño, servido ya el desmadre, mucho
habrá que trabajar para reconducir la celebración y recuperar sus valores
cívicos, entre los que están, por supuesto, los de la participación y la
diversión. Y esa tarea no es sólo edilicia. Entidades sociales, colectivos
sectoriales, los propios responsables religiosos y expertos o estudiosos de celebraciones
festivas masivas deben afrontar lo que es un problema cuyas consecuencias
futuras son impredecibles. Cualquier cosa puede suceder si brota una chispa, si
ocurre un incidente.
Hay que distinguir los planos si no queremos revivir
chifladuras de Berlanga, si pretendemos corregir el desmadre. O se llena de
contenido y de paso se renueva el programa festivo -¿no es una jornada alusiva
al mar?, pues venga, a imaginar la de cosas que se pueden hacer junto a él-; o
se ambienta adecuadamente la celebración, impidiendo la proliferación de
factores que la distorsionen; o se respeta la manifestación religiosa -sin
necesidad de retroceder a rígidos esquemas del pasado- o mucho nos tememos que
el desmadre cívico de 2012 -desgraciadamente, así pasará la historia- se
acentuará.
Con penosas e indeseadas consecuencias, claro.
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