Señala un contertulio televisivo habitual que no apreció gran
entusiasmo en las concentraciones de protesta del pasado jueves. Igual esperaba
un tono de protesta o rechazo más elevado o más proclive al enfrentamiento
abierto; pero ahí está el civismo de quienes quisieron decir al Gobierno, alto
y claro, hasta aquí han llegado. Salvo incidentes de escasa/regular importancia
que siempre ocurren en este tipo de convocatorias, la gente, miles de personas,
han marchado y han exteriorizado su malestar, demostrando no tener apetitos
violentos ni agresivos. Teniendo en cuenta la dimensión de la protesta, mejor
puede hablarse de madurez y de racionalidad.
Aquí, hay
que tener en cuenta, además, que han sido los propios colectivos de
funcionarios, los estudiantes, los desempleados quienes promovieron y se fueron
sumando al llamamiento. Las centrales sindicales, también, pero con menos
aparato. Empiezan a ser conscientes de que ese afán de criminalizar a sus dirigentes
es un factor a tener en cuenta. Pero a pesar de que buena parte del derechío
mediático está haciendo el ridículo y ya no sabe por dónde tirar para
justificar la escalada gubernamental de reajustes y restricciones, el desgaste
y la pérdida de credibilidad inducen una cautela ‘intersindical’ que no es
mala, no. Al contrario, conscientes de que veteranos dirigentes no se van a
arrugar ante un acoso y derribo como muy pocas veces se ha visto en una
convivencia democrática, viene bien a los sindicalistas pulsar desde dentro
estas reacciones para estudiar detenidamente su papel futuro y su propia
acción. Sobre todo, pensando en el otoño caliente que se avecina -¿estaremos
intervenidos para entonces?- y en la nueva huelga general que se barrunta.
Nadie quiere
una tragedia como la griega, con aquellas imágenes tan crudas, con aquellos
incendios, las cargas policiales y los suicidios en plena vía pública. Los
manifestantes, el jueves pasado, aspiran a que el Gobierno ofrezca alternativas
y no prosiga con sus anuncios catastrofistas en sede parlamentaria y ocultando
información de lo que deciden ejecutivos extranjeros. Frente a esa subjetiva
carencia de entusiasmo, pudo palparse el malestar de una población que fue
masivamente engañada y que no quiere que se la siga esquilmando porque sus
niveles de resistencia ya están, en muchos casos, bajo mínimos.
Las
concentraciones, en Madrid, en todas las ciudades donde se desarrollaron,
en las dos capitales canarias, han sido
un punto de inflexión en la crisis. Lo sabe el Gobierno, aislado políticamente,
agobiado socialmente, y mucho más cuando comunidades autónomas que tienen el
mismo signo político ya hablan de rescate sin reservas. Sus medidas, sus
apelaciones al sacrificio y al esfuerzo, no están sirviendo para nada, son
inútiles. Es lo peor de todo.
La crisis ya es un calvario para casi
todos. Quienes presumían de grandes gestores y alardeaban de “levantadores de
peso” protagonizan, en veloz y desenfrenada carrera, un fiasco monumental
acompañado de un descrédito exterior muy preocupante.
Al menos,
que las respuestas de los afectados y de los defraudados, de deudos y deudores,
estén caracterizadas por la madurez y el civismo.
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