Comencemos entonando un mea
culpa porque uno también incurrió en lo que nos ocupa.
En la década de los ochenta, cuando todavía
las técnicas de transmisión de información apenas habían superado el telefax,
una noche de abril, miércoles santo, ya acabado el turno en la delegación del
rotativo Diario de Avisos, hasta tres
personas distintas antes de llegar a casa, nos informaron del fallecimiento de
Esteban de León, el repartidor que lo era hasta que enfermó y fue internado en
una clínica de la ciudad. Al llegar a casa, telefoneamos al director para dar
noticia.
-¡Hombre! Mejor vuelve, redacta
treinta o cuarenta líneas para una necrológica a la que busco hueco. Yo mismo
te las tomo por teléfono-, apuntó firme y sosegado, como era habitual, Leopoldo
Fernández.
Cumplimos con su encargo. Resultó un
texto cariñoso. Conocíamos a Esteban desde hacía años, desde las relaciones
vecinales. No podía ser de otro modo. Un texto titulado ‘Adiós, Esteban’ que
saldría publicado en la edición del día siguiente. Al ir a buscarla al quiosco,
temprano, un conocido vendedor de lotería que se disponía a abrir su puesto,
nos inquirió con tono de evidente extrañeza:
-¡Muchacho! ¿Tú escribiste en el
periódico que Esteban se había muerto?
Tras responder afirmativamente,
siguió:
-¡Qué va! Cierto que pensaron que
tras una caída en su habitación había fallecido, pero no, lograron reanimarle y
sigue vivo, con sueros y todo, pero sigue vivo. Está el grupo de “El Capitán” que
trina, que no hay derecho a eso.
El tono del interlocutor era lo
suficientemente serio como para eludir cualquier tentación bromista. “El
Capitán” era un popular bar, próximo a la plaza del Charco, donde eran
frecuentes las concentraciones de ciudadanos desde primeras horas de la mañana
para dar rienda suelta a todo tipo de habladurías y críticas. Ni ocurrírsenos
acercarnos por allí. ¿Y ahora? Desconcertados, caminábamos por las calles
pensando en la rectificación, en pedir perdón a los familiares. Desde luego,
era un fallo clamoroso; negro sobre blanco, como se diría en lenguaje de
nuestros días. El peor fallo que hemos protagonizado, periodísticamente
hablando.
¿Qué siguió? Pues, pasado el
mediodía, con evidente pesadumbre, después de verificar en la clínica que
Esteban seguía vivo -era, en realidad, lo que teníamos que haber hecho la noche
anterior; pero, ya ven, tres testimonios, en un pueblo donde las noticias de
óbitos circulan con asombrosa facilidad, parecían respetables y suficientes
aunque fueran callejeros-, explicamos a la dirección del periódico,
avergonzados, lo sucedido. Pero no había explicación posible. Era un patinazo,
en toda regla.
Al final, se optó por una solución
muy británica. Andrés Chaves se acordó de que el Times, periódico que presumía de no haber rectificado jamás, en
cierta ocasión dio por muerto a un lord, miembro
de la Cámara. Tras comprobar que no era cierto, al día siguiente, para mantener
la histórica línea de ‘no rectificación’, publicó una nota breve que empezaba
así: “Ayer volvió a la vida…”. Basándose en ello, él mismo redactó una nota,
aclaratoria y de disculpa, titulada: ‘Hola, Esteban’. El repartidor vivió unas
semanas más.
Desde entonces, cada vez que daban
noticia de algún fallecimiento, hemos tenido el cuidado de comprobarlo, sobre
todo antes de que trascendiera públicamente. Ni la inmediatez de la radio ha
quebrado ese principio, de natural máximo. Por mucho dolor que pueda inspirar
una pérdida humana.
Bien. Toda esta experiencia en
primera persona se cuenta después de haber seguido, con auténtica estupefacción,
las especulaciones, las conjeturas referidas al fallecimiento de quien fuera gran
profesional de la comunicación en nuestro país, José Luis Uribarri, la
inconfundible voz de Eurovisión, la que pronosticaba los puntos de los jurados
con suma facilidad sin apenas equivocarse. Varios medios, varios periodistas -inducidos
en algún caso por redes sociales- le dieron por muerto. Así se transmitió y así
se publicó. Y resultó que no: que el hombre, en estado grave o crítico, se
resistía y luchaba aferrándose a la vida, en medio del dolor familiar,
acentuado por tanta información infundamentada y sin contrastar. Fueron unas
horas, unas jornadas luctuosas para los Uribarri y para ese periodismo
apresurado y negligente. El caso sirve hasta para seguir debatiendo o
interpretando la condición de medios de comunicación de esas redes.
Asegurarse antes de informar.
Comprobar antes de certificar. Si lo hubiéramos hecho, ni hubiéramos patinado
ni hubiéramos conjeturado. Dicho llanamente: ni hubiéramos informado en falso.
Y no hubiéramos rectificado, por muy ocurrente o elegante que fuera el texto
empleado para la ocasión.
(Publicado en Tangentes, número 48, agosto 2012)
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