En su día, la playa fue arrebatada al pueblo para dejar paso
a una de las más serias transformaciones del litoral que la mano del hombre
hubiera emprendido. La obra reportó una considerable fuente de riqueza para el
municipio y se convirtió en santo y seña de su progreso y de su estatus
turístico. Para compensar aquella sustitución, instalaciones modernas por playa
natural, para que los portuenses siguieran identificados con algo suyo, que les
pertenecía, las corporaciones se inventaron y prolongaron tarifas bonificadas
para oriundos o residentes. Era otra manera de incentivar su uso y de seguir
atrayendo su atención, solo que con las dotaciones de una infraestructura que modificaba
sustancialmente el dominio público marítimo-terrestre, desde San Telmo hasta el
charco de la Coronela, que esos son los límites, más o menos exactos, del
complejo turístico “Costa Martiánez”, popularmente conocido por el Lago.
De nuevo
soplan vientos de privatización, término que no emplean quienes defienden la
opción, debe ser porque no suena bien, porque repele, porque la población no
termina de asimilarlo o lo asocia a algo que signifique limitación o pérdida de
uso y de identidad. Prefieren gestión indirecta, consecuencia de la concesión
administrativa, figura perfectamente legal que en el Puerto de la Cruz tiene
numerosas aplicaciones. Pero el debate, si es que se mantiene, no es semántico:
es determinar si el Ayuntamiento representativo de los ciudadanos decide
continuar la explotación del complejo de forma directa con todas las
modulaciones de las prestaciones de los servicios que sean menester; o si se
desentiende del todo -no se asuste nadie por la forma verbal, eso es lo que sucederá-
convocando el correspondiente concurso y adjudicando a la iniciativa privada la
susodicha explotación. Es decir: yo te cedo, tú me ingresas y tú te encargas de
todo. Qué fácil, ¿verdad?
Como si no
existieran razones éticas y sentimentales para hacer ver lo contrario. Y como
si no hubiera alternativa a la modalidad que, por lo visto, se quiere escoger.
Ya han puesto la estabilidad de los trabajadores por delante, como si los
antecedentes de casos similares no fueran lo suficientemente inquietantes. Y ya
ha dicho el gobierno local que la nueva
normativa apremia y hay que cumplirla. Vaya, qué diligentes. Pocas veces
antes la producción legislativa salvó los afanes privatizadores -tan de moda
ahora- que dormían en las gavetas o eran omitidos -premeditadamente, por
supuesto- en los programas electorales. Como ya reclaman consenso algunos
agentes, que piensen en una consulta participada o en dejarlo para los próximos
comicios previa inclusión programática de quienes abogan por la fórmula.
La
controversia empieza a latir. La gestión directa aún es posible; necesitada,
eso sí, de un plan de perfeccionamiento. Pero si no queda más remedio, que sea
una empresa mixta -a ser posible con capital público mayoritario, para que no
quede la mínima duda de quién es el dueño- la que asuma la explotación, con
plenas garantías de prestación profesional de primer nivel y de beneficios para
el pueblo. Para que éste siga apreciando lo que es suyo, no más.
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