La marca España se
ha vuelto recurrente. Los reveses que acumula este país, en el contexto de una
crisis de institucionalidad, fruto de desmanes, de comportamientos nada
ejemplares de cargos públicos o de personajes tramposos y siniestros y de los saqueos que algunos han perpetrado en
entidades, son automáticamente instrumentalizados como dañinos para la marca España. A ese paso, sólo las
glorias deportivas, individuales y colectivas, mantendrá a flote la marca.
Hay muchas maneras de mermarla, desde luego, de restar credibilidad y
prestigio. Una que no puede pasar inadvertida, desde luego, es la que alimentó
días pasados en el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González,
partidario de fijar “límites” a los medios, para no dañar, según él, a personas
e instituciones. Esto, en pleno siglo XXI. Es decir, si no fueran pocos los
males que vienen padeciendo la comunicación y el ejercicio de la profesión
periodística, aparece el heredero de Esperanza Aguirre, tan serio y tan
compuesto, convencido de que la solución está en decir a los editores lo que
tienen que publicar y lo que no, lo que conviene divulgar y lo que no… ¿No les
suena a algo?
Pues eso,
dicho por un presidente autonómico, le hace daño, vaya que sí, a la marca
identificativa de un país que si no tuviera suficiente con los millones de
desempleados, con las actuaciones policiales, con los desahucios, con el galope
tendido de la corrupción, con las oscilaciones de la prima de riesgo, con
derechos sociales literalmente arrasados, se encuentra ahora con la sugerencia
que hace un destacado cargo institucional del Partido Popular. Una opción
impensable pero que, una vez dicha públicamente, termina asustando. La
tentación está desnuda. ¡Si te coge! Tienen razón quienes consideran que, en
cierta medida, asistimos a una vuelta al pasado: de nuevo la censura, los
filtros, las influencias, el periodismo siniestro y fraguado lejos de las
redacciones.
Esto lo dice
el presidente madrileño cuando todavía no se habían apagado los ecos de la
segunda “teleplasma” comparecencia del presidente de su partido y del Gobierno
de la nación, situación insólita en una democracia de la sociedad del
conocimiento a la que suponíamos mínimamente madura para solventar ciertas
cuestiones de comunicación pública. Pues ya se ve como no. Las conclusiones son
evidentes: no quieren periodismo, les asustan las preguntas, temen la
comunicación…
Menos mal
que la vicepresidenta del ejecutivo, Soraya Sáenz de Santamaría, ha venido a
poner las cosas en su sitio al manifestar el “máximo respeto” del Gobierno por
la libertad de expresión y al advertir que los límites a este derecho los fija
la vigente Constitución Española (artículo 20.4). Cada quien que interprete lo
que quiera pero es una evidente desautorización a Ignacio González cuyas
quejas, ante ciertos tratamientos mediáticos, no se sostienen. Alguien debió advertirle y salió a matizar sus palabfras.
Dio igual: el daño ya estaba hecho.
La marca España siguió encajando otro golpe. Pobre marca. A este paso, invocarla, no sólo
es un topicazo sino una contribución a su degradación.
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