Ha surgido un debate en torno a las convocatorias de huelgas
o de paro, más allá del que ya todo el mundo conoce y establece en términos
cuantitativos: se mide el éxito o el fracaso según los porcentajes de
participación pero ya se sabe: los convocantes hablarán de un seguimiento que,
al menos, permita justificar de alguna manera las razones que motivaron, en
tanto que los titulares del derechío mediático siempre tienden a la baja para
emplear el término fracaso y, de paso, condenar al sindicalismo y coadjutores,
si los hubiera, al fuego eterno. No falla.
Pero, más
allá del baile de porcentajes y de los cálculos sesgados, que se evaporan en un
santiamén, por cierto, hasta la próxima huelga, se abre un planteamiento sobre
el que deberían reflexionar los propios sindicatos en ese proceso de
autocrítica supuestamente orientado a la obtención de un nuevo papel en la
exigente sociedad de nuestros días.
El nudo es: ¿Qué
hacer con el trabajador que quiere sumarse al paro pero al que, tal como están
las cosas, el descuento de un día de salario le resulta gravoso? Demos por
hecho que ese operario es consciente de que la huelga es el único y acaso el
último instrumento que tienen él y sus compañeros para alcanzar los objetivos
diseñados con la convocatoria. Y de que la unión hace la fuerza, esto es,
cuanto más sean, de aquí y de allá, cuantos más se sumen, la causa tendrá más
fundamento y hasta es más probable que las reivindicaciones prosperen.
Pero entre
la necesidad apremiante para no mermar el sustento en tiempos de restricciones,
el miedo a las represalias (entre ellas, la propia pérdida del puesto de
trabajo) y la confusión trufada de desinformación y tendenciosidad mediática,
ese trabajador convencido se lo piensa. No quiere ser tomado por esquirol pero
le duele un descuento. Le gustaría estar, ser uno más, participar activamente
pero unos euros menos a fin de mes le frenan. Entonces duda: ir o no ir, entrar
o no entrar, fichar o no fichar. De lo que sí está seguro es en sumarse a la
concentración o la manifestación final, esa que se hace para culminar la
jornada y, probablemente, para compensar otros vacíos durante la misma. Ahí
está aguardando, posiblemente con otros miembros de la unidad familiar,
caminando kilómetros entre estrecheces, coreando consignas y haciendo valer su
contribución individual, allí donde quiere y puede hacerlo… sin tantos temores
y sin descuentos. Mañana, en el trabajo, contarán la experiencia personal,
quien sabe si al calor de alguna fotografía publicada.
Pues ése es
el debate: de mantenerse estas circunstancias, cualquier convocante de paro
deberá tener presente estas premisas. Se dirá, precisamente, que son las
disuasorias, las que acentuarían los empresarios o ciertos responsables
políticos para minar el espíritu huelguístico y reventar la convocatoria misma.
Pero, en el fondo, sin renunciar al concepto, porque debe seguir figurando en la
lucha o en la resistencia ciudadana, en el ánimo crítico que debe perdurar,
habría que reflexionar sobre los módulos de participación, readaptarlos o
revisarlos. Hasta con la utilización de las redes sociales.
A propósito:
que los trabajadores no esperen a que lleguen otros con las soluciones. Son
ellos mismos, sus organizaciones representativas, sus agentes sociales, sus
núcleos de activismo público, los llamados a idear y poner en práctica las
alternativas. Una respuesta firme, colectiva, bien ensamblada y mejor
materializada, aunque al principio sea costosa, sería el mejor aglutinante para
hacer frente a las dudas, a la desazón… y a los descuentos.
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