Algo más que
llamar la atención.
No, no era
el minuto de gloria.
Más que un
gesto y más una pose.
Acaso un
testimonio desgarrador que entremezclaba rabia e impotencia.
Era el canto
postrero de rebeldía improductiva.
Las llamaban preferentes, un producto bancario en el que el
hombre volcó los esfuerzos, los ahorros de toda una vida, unos cincuenta mil
euros.
Las preferentes tenían más de indecentes. Cuando fue a
reclamar lo suyo ante el director que las había vendido, ya se había fugado.
No tuvo reparo siquiera en su condición de invidente. No vio
lo que firmaba, claro. Pero sí se lo habrán leído, un suponer.
No, eso sería demasiada honestidad, un acto preventivo: fue
otro engaño. Un dolo, un fraude, un abuso pues. De la bondad, de la ingenuidad,
de la ignorancia.
Por ello, ese canto postrero tenía más valor. Era una imagen
para la posteridad, nunca mejor empleado. La posteridad de un problema que se
atreven a tratar de resolver con anuncios publicitarios en los que se dice que
entre todos hemos saneado el sector bancario. ¡Quién dijo escrúpulos!
El canto postrero en calzoncillos. “Así me han dejado”,
exclamaba el ciego. Se lo decía allí, ante su cara, ante el rostro avergonzado
¿avergonzado? De quienes respondían, de alguna manera, del desaguisado en la
España del latrocinio impune. El hombre invidente no necesitó ayuda: se
desvistió en solitario, para mayor escarnio de banqueros y ejecutivos que
habían colocado, por si las moscas, personal de seguridad en el escenario. Le
habían dejado en calzoncillos y él lo explicitó de forma tan gráfica.
Nunca se vio una protesta tan gráfica en medio del desespero.
Nadie de la entidad se acercó a pedirle perdón. ¿Perdón? Pero ¿conocerán ese
vocablo quienes han hecho gala de tanta insensibilidad?
Para la historia ha quedado esa determinación. Hasta
curiosidad se siente por saber cómo recogió el hecho el secretario de actas de
la Junta General y cómo la ha reflejado. Si lo hizo tal cual lo hemos visto en
televisión, dentro de cien años, los historiadores tendrán un excelente material
para tratar de explicar que un español invidente, al que su banco le hizo
perder cincuenta mil euros, se tuvo que desnudar delante de los rectores y de
otros afectados para decir lo que sentía.
Nunca una estafa -para colmo, cometida en el marco de algo
sustantivado como preferente- encontró reacción más diáfana. El hombre no sacó
un arma, no intentó agredir, no insultó, no cometió escrache… Nada. Se limitó a
quedarse en calzoncillos.
Nada, tranquilos… Puede que los responsables sigan riéndose y
cuenten el hecho como una anécdota. Y es probable que los historiadores, dentro
de un siglo, hablen de enajenación mental transitoria.
Que alguien deje constancia: por millones de euros
evaporados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escriba su cometario. Sólo se pide respeto