Ponemos atención a lo que sucede en Detroit (USA), una ciudad
arruinada, según definición mediática, y no reparamos en que, salvando las
distancias, el número de habitantes y los sostenes productivos, tenemos al
alcance, o convivimos para ser exactos, con ejemplos de abandono o cierres de
establecimientos que, independientemente de reflejar la decadencia de una
ciudad, hacen temer por el futuro de la misma, principalmente a partir de sus
señas de identidad o de su personalidad urbanística.
Lo
contrastamos en el paso por la calle San Juan del Puerto de la Cruz, donde el
exterior de la Casa Iriarte, frente al palacio de Ventoso y la plaza Concejil,
es un canto vivo a la desidia. Es un impacto antiestético, a primera vista.
Después, todo lo que se quiera colgar: ni la condición céntrica del inmueble
impide que haya sobrevivido a la crisis. De no haber sido por los trabajos de
pintado y adecentamiento de fachadas del último plan específico desarrollado en
el centro de la ciudad, que ha servido de atenuante, ahora estaríamos hablando
de un monumento al abandono y a la indigencia.
La Casa
Iriarte es un arquetipo de la arquitectura tradicional canaria. Construida a
finales del siglo XVIII, en ella nacieron los hermanos Iriarte, destacados,
como se sabe, por su tarea literaria y política. Otra poderosa razón para haber
hecho hincapié en las tareas de conservación y mantenimiento. Pero este
concepto, en el Puerto, es la asignatura que nunca se aprobará. La edificación,
durante décadas, albergó un museo naval de apreciables dimensiones y una tienda
de artesanía, productos típicos y souvenirs. Llamada a ser un edificio
emblemático, sin duda, Casa Iriarte, si la memoria no es infiel, ha sido
declarada Bien de Interés Cultural (BIC), en la categoría de Sitio Histórico.
El Consorcio de Rehabilitación Turística también la ha incluido en sus fichas
de conservación o recuperación, junto a otras edificaciones, a la espera de
priorizar intervenciones, supeditadas, naturalmente, a las circunstancias.
Con todos esos valores, el inmueble,
de propiedad privada, se cae, se pierde en los insondables vericuetos del
abandono. Aquella no habrá podido hacer frente al mantenimiento y al desgaste,
no habrá gestionado adecuadamente los recursos para subsistir. Y las
instituciones públicas, apremiadas por otras circunstancias, han carecido de
visión, de capacidad y de perspectivas de futuro para salvar, en este caso, una
casona canaria de tipo palaciego de alto valor histórico, indispensable para interpretar
la personalidad urbanística del municipio.
El problema,
ya se sabe, es que pasa el tiempo y eso, salvo algún golpe favorable, hace más
complicada cualquier iniciativa de solución. Eso es lo grave: que
independientemente del deprimente aspecto exterior que ahora exhibe, se pierda
para siempre. Donde nacieron los Iriarte, ni más ni menos.
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