“Salvemos San Telmo”: eso
era lo que podía leerse en aquella sábana que colgaba del pequeño balcón de una
vivienda. Un policía local –cumpliendo órdenes, seguro- se presentó en la casa
y solicitó la retirada a su propietaria, amparándose en un artículo de la
Ordenanza de Convivencia Ciudadana.
A alguien, a algunos molesta que los ciudadanos tengan
sensibilidad e inicien, con rudimentarios e inocuos métodos a su alcance, una
particular cruzada a favor de una causa respetable: impedir el derribo o la
sustitución de un muro que tiene sus valores históricos y ha cumplido una
función social. Fijarse bien: la propietaria de la vivienda, la autora del
mensaje o de la pancarta, no recurrió a escraches, no alteró el orden, no hizo
llamamientos a la desobediencia, no insultó, no descalificó: se limitó a decir,
con voz propia, desde su casa, que discrepa de un proyecto, que quiere salvar
un sitio emblemático de los portuenses, de la ciudad cosmopolita donde ahora,
qué cosas, intentan impedir que exprese esa idea. Guardarlo de una remodelación
discutible. Pretende, como otros ‘santelmeros’ y otros muchos ciudadanos, que
se respete lo esencial.
Es llamativo que un gobierno local se haya embarcado en esta
torpeza y haya determinado retirar una pancarta cuando, desde hace años, son
centenares, por no decir miles, los letreros, banderines y carteles que pueblan
las vías portuenses que no cuentan con la debida autorización. Y lo que es peor, cuando la mayoría infringe
el ordenamiento: por formas, medidas o inadecuada instalación. Por no hablar de
la anarquía que impera en la ocupación de la vía pública que ha puesto en
peligro el propio tránsito peatonal en distintos puntos de la ciudad. Y por no
mencionar la cantidad de edificaciones donde desde el exterior se ve ropa tendida,
antenas y utensilios de la más variada naturaleza. Sin que pase nada.
O sea, que con tales –digamos- irregularidades, con esa
pléyade de infracciones, vista gorda, tolerancia, indiferencia, indolencia…
Pero con alguien que desde un balcón propio lanza un mensaje constructivo y
apela a la conciencia colectiva, un guardia en la puerta y una orden de
retirada de la pancarta, pretextando, para salvar el Estado de derecho, una
ordenanza municipal. Sentado el precedente –supongamos que se quería evitar la
proliferación de este método- ya no tiene otra opción que ser igual de exigente
con la multitud de casos que se dan en el ámbito urbanístico.
Como siempre, decisiones de este tipo, y máxime en los
tiempos que corren, despiertan sentimientos paradójicos. El gobierno local ha
contribuido a estimular la sensibilidad ciudadana, ha acentuado el interés
hasta de quienes no sintiéndose vinculados a San Telmo, ya estampan sus
rúbricas en pliegos de firmas y se sienten impelidos a participar en reuniones
o presentar alegaciones. O sea, que lejos de acabar con una inquietud retirando
una pancarta, ha hecho que aumenten las simpatías hacia esa “salvación”, como
no hay más que comprobar en el curso de estos días en las redes sociales.
No había necesidad de acreditar autoridad –en todo caso, qué
fácil es obrar de esa manera- ni de arriesgarse a ser acusados –como ha
ocurrido- de impedir la libertad de expresión. “Salvemos San Telmo” es una
aspiración ciudadana merecedora de respeto. Dejar la sábana allí, con su
mensaje, no tenía más complicaciones derivadas que otros secundaran la
iniciativa. Y hubiera sido formidable, créanlo, en un municipio donde durante
mucho tiempo sus habitantes pasaron de los afanes participativos a la
indolencia y a la anestesia social, comprobar que se multiplicaban las
pancartas con el mismo mensaje.
Porque hubiera sido una señal, solo una señal, de que se
había recuperado la autoestima.
En fin, va a ser que sí: Salvemos San Telmo.
Son las últimas demostraciones de ciertas actitudes de años idos por parte de quien pretende morir matando.
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