Las circunstancias que
concurren en Canal Nou, la televisión de la Comunidad Valenciana, han puesto al
desnudo problemas, condicionantes, miserias y confesiones discutibles y extemporáneas
de la profesión periodística pero también han reabierto el debate sobre el
modelo de las televisiones públicas en el país. Las reacciones posteriores,
desde un cierre decretado por el Gobierno de la Generalitat y el apoyo de un
ministro a la medida, hasta la resistencia de los trabajadores y el clamor
popular para que se mantenga abierto el canal hacen aún más complicadas la
situación presente y las perspectivas de futuro.
Cuando
el cierre de la televisión pública griega, el pasado mes de junio, anulado
-recordemos- por el Consejo de Estado, una especie de Tribunal Supremo
Administrativo, se constató por la Federación Europea de Periodistas (EFJ) que
la decisión de ejecutivo heleno era un monumento al absurdo. Por consiguiente,
escribimos entonces, se trataba de un duro golpe a la democracia, al pluralismo
de los medios de comunicación y al periodismo, cada vez más duro de ejercer en
los tiempos que corren.
Los
acontecimientos fueron aprovechados por los detractores para apuntar que en
nuestro país y en nuestra comunidad debía hacerse, poco más o menos, lo mismo.
También dijimos entonces que estas explicaciones desembocaban en el estuario
demagógico: consecuencias de ahorro en el sector público, destino alternativo
de los recursos previstos para tal fin y favorecimiento de la iniciativa
privada. Ni la más mínima consideración, por supuesto, del carácter del
servicio público y del desempleo automáticamente engrosado. Curiosamente, el
actual presidente de la Comunidad de Valencia, Alberto Fabra, hizo una infeliz
declaración para valorar las consecuencias de la anulación del ERE por parte de
la Justicia: tenía que haber pensado y obrar consecuentemente en su momento, es
decir, impedir el cierre de colegios o centros sanitarios cuando aún podía su
Gobierno seguir manejando a su antojo los hilos de la radiotelevisión pública
levantina que, tal como se ha trascendido, era moneda corriente. Y sin
escrúpulos.
Y
entonces llegamos a la cuestión del modelo. Las televisiones autonómicas, y
posteriormente las locales (aunque éstas, en
su mayor medida, de titularidad privada) nacieron con vocación de
cobertura cercana, de enriquecimiento de la oferta audiovisual, de divulgación
de los valores etnográficos, históricos y culturales, del cuidado de la
difusión de lenguas distintas al castellano, de fomento de la industria
audiovisual del entorno más próximo y hasta de propiciar -como es el caso de la
Ley que regula la creación de la televisión canaria- un servicio educativo en
determinadas franjas horarias. La experiencia indica que esos objetivos, en
gran medida, pasaron a mejor vida. La conquista de índices de audiencia y la
competitividad, no siempre bien entendida, desnaturalizaron aquellos
propósitos.
Entonces
hubo que ajustarse a las aristas del negocio y a las exigencias de los mercados,
administrado todo ello con las injerencias políticas y sus derivadas. Las
cuentas de resultados y la sucesión de algunos escándalos terminaron por
menoscabar la credibilidad del medio. Y la crisis terminó de agudizar o
extremar la situación: reducción de producción, restricciones de todo tipo y
hasta el cierre del segundo canal, allí donde lo tenían.
Hasta
que ha estallado Valencia. Y entonces habrá que replantearse algunas cosas pero
incidiendo en la prestación de servicio público para sustanciar el modelo o los
modelos que se afronten. Los actuales y futuros responsables de medios de
comunicación de titularidad pública ya saben que se acabó el derroche, que hay
que racionalizar los gastos y encontrar fuentes o vías de financiación
alternativas. Tales medios deben volver a los orígenes de su concepción si
quieren sobrevivir. Dicho de otro modo: admitamos que son necesarios, que
pueden y deben ofrecer en su programación aquello que otros canales
generalistas no harían o lo harían de forma incompleta. Los ejemplos de los
siniestros o de las emergencias o de acontecimientos socioculturales servirían
y se ajustarían al servicio público del que hablamos. Es ahí donde habría que
poner el acento, entre otras cosas, para estar informados y para salvar el
empleo presente. El paraguas de lo público ha de servir para eso, para dar
cobertura, de forma sostenible, a los valores propios y la actualidad más
cercana. Eso sí: con buena y transparente administración y sin tentaciones de
instrumentalización a conveniencia.
Lo
ocurrido en Valencia, a la espera de la evolución de las repercusiones, tiene
que ser, desde luego, un punto de inflexión.
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