Habrá que estar atentos a la Comisión General de Comunidades
Autónomas que se celebra esta semana en el Senado, con participación del
Gobierno de la nación. Después de una especie de tregua con el proyecto de Ley
de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración local, la norma
reanuda su inevitable controversia con el análisis en la cámara alta de la
incidencia que tendrá en el ámbito autonómico, concretamente en lo que respecta
a la reasignación de competencias municipales en las autonomías. Todo parece
indicar que esta primera gran cita de un debate que se prevé complicado servirá
para ir delimitando posiciones no solo en la tramitación de la Ley sino en los
modelos que los partidos políticos han concebido para el futuro de una
cuestión esencial en la vida
político-administrativa de los españoles.
Desde que se
conoció el texto del anteproyecto, han abundado las críticas, principalmente
centradas en que ni clarifica competencias ni evita duplicidades. A ello cabe
añadir que, en contra de lo que se quiere, no simplifica la estructura de la
administración local y no resuelve los problemas de financiación que tienen los
ayuntamientos. Los propios alcaldes del Partido Popular (PP) no parecen contentos,
aunque su capacidad de crítica pública esté razonablemente mermada: algunos, en
cualquier caso, coinciden a la hora de señalar que estamos ante un serio ataque
a la autonomía local. Y el Consejo de Estado, recordemos, emitió un dictamen
que ha sido considerado por municipalistas, expertos administrativistas y
muchos medios de comunicación como un varapalo a esta particular modificación
legislativa del Gobierno para la que el Consejo pide una revisión en
profundidad con el fin de proporcionar la debida coherencia en lo que
concierne, precisamente, a las competencias y a la racionalización de la
estructura organizativa local.
Los
socialistas han alertado de lo que puede ocurrir cuando se plasme la voluntad
gubernamental, es decir, que las competencias en materia de salud, educación y
servicios sociales sean ejercidas por las Comunidades Autónomas. Esto puede
generar, en su opinión, un descontrol administrativo y financiero considerable.
Independientemente
de la fórmula que se adopte para el previsible traspaso de competencias, de
consumarse este planteamiento estaríamos ante una clara invasión de aquéllas autonómicas
que están debidamente consignadas en los respectivos estatutos de las
comunidades. Las consecuencias, por ejemplo, serían que la prestación de los
servicios públicos en municipios menores de veinte mil habitantes, además de
significar una desaparición de las competencias municipales, es toda una
incógnita, máxime si luego, las comunidades autónomas deben llevar a cabo
delegaciones de competencias a los municipios. El galimatías se hace evidente
en un escenario donde, según se interprete el texto legal, se puede dar la
duplicidad en la prestación de un mismo servicio por dos administraciones
diferentes.
Si desde el
punto de vista estructural u organizativo, la cosa se presenta complicada, no
digamos desde el ángulo financiero. El Gobierno siempre habló de ahorro
económico en el modelo que trata de implementar pero el dictamen del Consejo de
Estado advirtió que los cambios de estructura no lo justifican. De consumarse
los propósitos de la Ley, las comunidades habrán de atender unas competencias y
prestar unos servicios para los que cuentan con financiación, es decir, se
verán obligadas a replantear recursos presupuestarios, peligrando, lo más
probable, su propia estabilidad. ¿Quién resolverá los contenciosos que,
inevitablemente, van a producirse? ¿Quién garantiza el cumplimiento de los
principios de cooperación interinstitucional? Si la respuesta es el Estado,
estaríamos ante un retroceso del modelo autonómico, ante una recentralización
que ojalá no perjudique a los ciudadanos como cabe augurar.
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