Días pasados, un paisano
contaba en su muro de Facebook el
triste episodio vivido en la madrugada madrileña, cuando retornaba a pie a su
casa y una patrulla del Cuerpo Nacional de Policía le trató, digamos que de
manera poco educada y consecuente, a la hora de identificarle y preguntarle qué
hacía. El relato llega al borde del desespero, entre la impotencia y el miedo
casi.
Creíamos esas situaciones ya superadas pero es otra muestra del
retorno al pasado. Durante años se ha hecho un gran esfuerzo para acercarnos al
modelo de ‘policía amigo’ pero se retrocede con comportamientos
desproporcionados, como es el caso. Eso de proteger las libertades parece haber
pasado a mejor vida.
Y para colmo, el partido gubernamental aprueba una Ley de la
que, salvo contadas excepciones, todo el mundo habla en términos
inevitablemente críticos. Una norma que, en materia de seguridad ciudadana
-mejor hablar de represión ciudadana-, es claramente regresiva. Ya deben
conocer la guinda: los vigilantes privados, esos que popularmente se conocen
como ‘seguritas’, los efectivos uniformados de empresas privadas de seguridad,
podrán detener en la vía pública en determinadas situaciones. Los
representantes de CiU y PNV votaron a favor, luego tendrán que explicar -y
convencer- esa posición política. Porque es difícil de entender, ¿verdad?
A este paso, con esta ampliación y con esta laxitud, estamos más
cerca del Estado policial. Con todos los matices que ahora quieran poner al
texto articulado, lo cierto es que tenemos otro cuerpo más con facultades para
intervenir en la vía pública.
El engendro responde al ADN del Partido Popular, ya no hay duda.
El principio de más policía, más seguridad. Y también más miedo, más cuidado,
más incertidumbre.
Las
representaciones del Cuerpo Nacional de Policía (CNP) y de la Guardia Civil han
coincidido a la hora de estimar que nos encontramos ante una clara
privatización de la seguridad pública. El primero la califica de ‘mala ley’ y
destaca que pone la seguridad pública al servicio de la privada, que no deja de
ser un negocio. La Guardia Civil llega más lejos: “Estamos asistiendo a la
privatización de la seguridad pública. Estamos dando carácter de autoridad a
personas que no la tienen, creando policías baratos”. Por supuesto, el que no
se cubra las plazas vacantes en los respectivos catálogos de puestos de
trabajo, o el que se quiera ampliar la edad de jubilación, juegan a favor de
este propósito privatizador de la seguridad pública.
Las
policías autonómicas y locales también tendrán algo que decir, especialmente
las segundas, habituadas a convivir en ciudades o localidades de determinadas
características con los efectivos de las compañías privadas. No son escasos los
choques ni los desencuentros, algunos de los cuales terminaron en los juzgados.
Un policía municipal, consultado para una encuesta televisiva, fue contundente:
-Si
hasta ahora hemos sido poco considerados y frecuentemente irrespetados, por
apreciarnos de menor rango, ahora se podrá acentuar esa circunstancia.
Lo
peor es que esa seguridad privada, con facultades ampliadas, hay que pagarla,
claro. O sea, que sigue abriéndose la brecha de la desigualdad, en tanto queda
al desnudo el nicho de negocio. Una brecha entre la ciudadanía y entre los
propios cuerpos se seguridad. Pocos reparan en que se pierden derechos a costa
de incrementar las ganancias de las compañías. Y pocos se dan cuenta, desde
luego, que vamos camino de no poder estornudar en la vía pública (perdón por la
gráfica exageración) porque, con tanta policía y con tamaños repertorios de
infracciones, igual cae una sanción de esas que tanto gustan a los populares.
Que
se lo digan al paisano que iba a pie a su domicilio de Madrid y tuvo que sufrir
hasta por el modo de hablar.
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