A vueltas con la
formación en el sector turístico, más concretamente el hotelero, que sigue
flaqueando y se nota, preocupantemente, cuando se prolonga el período de
bonanza. Muy lejos quedan ya los tiempos en que los profesionales se hicieron a
sí mismos, amontonando experiencia que conllevó, en muchos casos, al
aprendizaje de otro idioma tan solo de oídas. Y lejanos son también los simples
esquemas del voluntarismo. Después vinieron todos los intentos, reglados y no
reglados, de dar solidez a un hecho primordial para una industria primordial.
Ante la conclusión de algún experto (asignatura pendiente, Ramón Estalella dixit), se ve que algo no se ha hecho bien y que no se
ha dedicado a la materia la atención necesaria y el interés debido.
Ni disponer de rango ministerial, como ocurre en esta
legislatura, propicia al sector mejores perspectivas en ese campo. Entre la
insensibilidad y los vericuetos administrativos, hay un estancamiento
inquietante. En nuestro país, la formación es sostenida con aportaciones de
empresas y trabajadores, un 0,6% y un 0,1%, respectivamente, consignadas en las
cotizaciones de la Seguridad Social. Es la propia Administración, a través de
la denominada Fundación Tripartita, la que recauda. Durante un tiempo, un
volumen de lo ingresado tenía como finalidad específica la formación de los
empleados. Pero ahora, según han confirmado fuentes tanto empresariales como
laborales, un porcentaje de lo que se recauda se dedica a la de los parados y
otra parte es gestionada por las Comunidades Autónomas.
Es aquí donde se han complicado las cosas al haberse
destapado algunas irregularidades en el manejo y gestión de los fondos, lo que
prueba la ineficiencia de los mecanismos de control. Las denuncias han servido
para constatar que faltan escrúpulos a la hora de administrar los recursos de
todos -vayan ustedes a saber con qué tipo de complicidades-, de tal manera que
ha sido el mismísimo Tribunal Constitucional el que ha tenido que resolver
determinando que los fondos recaudados tienen un carácter finalista, esto es,
que solo se pueden destinar a formación de trabajadores en activo y no a otros
conceptos. Pero la Administración, según las fuentes citadas, sigue aplicando
otros criterios y es la que, por consiguiente, marca el paso de los cursos que
han de ser impartidos, sus características y los destinatarios de los mismos.
Se supone que los controles establecidos serán rigurosos, pero se ha demostrado
que algunos programas o cursos no se ajustan a las necesidades ni de
empresarios ni de trabajadores. Y llegados a ese punto, es donde se extiende el
estancamiento para seguir hablando de la formación como asignatura pendiente.
Su aprobación parece depender de una revisión a fondo del
propio sistema. Porque conviene a todos, está claro. Si se quiere mejorar los
niveles de competitividad, si se quiere un personal incentivado, si se
pretenden unas prestaciones profesionales al nivel más exigente y se trata de
conseguir la mejor relación calidad/precio en el ámbito del producto o negocio,
es cuestión de acabar con vacíos, adulteración de recursos y prácticas que, por
pasotismo o vicio, resultan perjudiciales para un sector que, a estas alturas,
precisa de medidas serias, respetables, asumibles por las partes y pragmáticas.
Si es que se quiere progresar, vamos
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