Los
estados mayores y los laboratorios de ideas y expresión de las organizaciones
políticas tendrán que reflexionar a base de bien para recuperar los valores y
el sentido básico del que sigue siendo arte de lo posible; pero sobre todo para
procesar el desarrollo y los contenidos de la campaña electoral pasada. Las
circunstancias que concurren la convirtieron en algo desangelado, desvaído, sin
ambiente ni interés. Y eso que Europa estaba en juego.
Tendrán
que enfocar nuevos métodos, nuevos reclamos, fórmulas más atractivas de modo que
la gente vuelva a sentirse atraída por candidaturas y ofertas. Que hayan desaparecido
prácticamente los mítines convencionales obliga a intensificar la adecuada
utilización de las redes sociales, por ejemplo. ¿Será posible un ‘cibermitin’?
Cierto que en muchas casas aún no hay ordenador y que el contacto directo no se
debe perder: en visitas, centros comerciales, sedes de asociaciones,
convocatorias sectoriales y aquel célebre ‘puerta a puerta’ con el que
compensar las limitaciones de presencia en medios de comunicación y en soportes
de campaña.
Algo hay
que hacer, desde luego, independientemente de lo que haya ocurrido en la
jornada electoral. Los tiempos han cambiado hasta el punto de que casi hay que
reinventar la política. Se mueven los cimientos de ésta con tanta desafección,
con tanto rechazo. El hecho no puede pasar inadvertido a los teóricos y a los
estrategas. Es una hora histórica para las organizaciones políticas que
afrontan una situación desconocida que casi quiebra los esquemas tradicionales,
al menos en campaña. Hay un cambio, una ola envolvente que obliga a una
respuesta más imaginativa, más activa y más dinámica que la conocida al menos
en la campaña que antecedió a las elecciones al Parlamento Europeo 2014.
El caso
es que la pregunta ‘si sirven para algo las campañas electorales’ continúa
latente. Y con difusa respuesta. Recientemente, el doctor por la Universidad de
Oxford y profesor de Ciencia Política de la Universidad de Girona, Lluis
Orriols, reavivó el debate al señalar que aquéllas “solo cambian a un 8% de los
votantes el sentido de su voto”. Pero se cuidaba de advertir que “el principal
efecto de las campañas electorales es reforzar las convicciones propias”.
Las dos
afirmaciones son válidas para replantearse unas cuantas cosas a la hora de
poner en escena -candidaturas y medidas- las ofertas programáticas que hagan
los partidos, lastrados por el recelo, por la escasa fiabilidad que inspiran y
hasta por el cansancio de los votantes. El aumento del citado porcentaje y el
logro del fortalecimiento de la lealtad ideológica parecen depender, entonces,
de una renovada presentación pública de recorrido territorial bisemanal que
proyecte, por supuesto, en medios y redes de ciudadanía, los valores de la
originalidad y sean procesados por la mercadotecnia, sin perjuicio de explotar
bazas políticas que coadyuven a las finalidades apuntadas.
Así las
cosas, convenimos en que los partidos políticos, principalmente, pero otros
actores sociales también, deben ser conscientes de lo que se juegan si es que
de verdad quieren invertir ese estado de repulsión y desentendimiento que
caracteriza la política de nuestro tiempo. Tienen muchos caminos que explorar.
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