En las redes
sociales se ha disparado de nuevo el malestar por el estado de conservación,
limpieza y mantenimiento de la ciudad. Es verdad que nunca antes se la vio tan
desatendida, tan deteriorada, tan abandonada, tan desconchada y tan sucia. Como
es tan fácil manejar teléfonos móviles inteligentes y colgar fotos o videos en
las redes, las pruebas se han multiplicado. Es decir, lo que antes se
desarrollaba a escala popular, boca-oído, en círculos más o menos amplios, con
un testimonio mínimamente creíble, lo que incluso podía inducirse o agitarse
sin muchas dificultades hasta generar un debate que trascendía y cobraba
efectos expansivos, ahora rueda en un santiamén en decenas y decenas de muros y
direcciones electrónicas.
Es curioso que se descalifique y se
tilde de antiportuenses a quienes publicitan o denuncian alguna situación de la
geografía urbana que invita, precisamente, a dar un primer paso para ser
corregida o mejorada. ¿Hacen mal esos ciudadanos? Hay opiniones para todos los
gustos pero peor harían en callar, tolerar, dejar hacer y dejar pasar. Entonces
no llegarían nunca las soluciones, entonces no despertarían la sensibilidad y
las conciencias de quienes están llamados a velar por el mantenimiento de un
buen estado general de jardines, plazas, vías y zonas públicas. Cierto que hay
comportamientos incívicos y que falta más colaboración e implicación de los
vecinos. No son conscientes de que una ciudad turística o de servicios es como
un escaparate que hay que mantener en el mejor estado de visualización y
percepción posible. Es una exhibición permanente, por tanto la mejor propaganda
que se puede hacer, además de hablar muy favorablemente de sus habitantes, de
su esmero y de su sensibilidad para ofrecer una realidad llamativa y positiva.
Lo peor del Puerto, y es un hecho
comúnmente aceptado, es que no hay mantenimiento. Que las cosas nuevas o
remozadas duran muy poco. Que, pasadas unos pocos meses, se vuelve al aspecto
que originó una actuación que no ha servido para nada y que, sufragada con
dinero público, revela el escaso respeto que se tiene por este y por el
disfrute colectivo. El Puerto de la Cruz, en eso, es primero de la
clasificación hace mucho tiempo.
¿Quiénes son más antiportuenses: quienes
denuncian y demandan una solución por la vía más directa o quienes alientan
irresponsablemente desde amplificadores mediáticos afanes incívicos, perversos
y torticeros? Hoy se estarán llevando las manos a la cabeza quienes asistieron
a la supresión de la asignatura ‘Educación para la ciudadanía’.
Pues no, aman al Puerto como el que más,
quienes, por ejemplo, contemplan a su paso el estado de algunas vallas
metálicas protectoras en sectores muy transitados del término municipal. Se
estarán frotando los ojos, no dando crédito a lo que visualizan o tocan,
quienes circulan por la autovía del este, junto al túnel de acceso o salida de
Martiánez, una de las entradas y salidas de la ciudad. Piezas torcidas o
destruidas, remendados hasta con trapos algunos de los descubiertos y vacíos
que desnudan peligros claros para el tránsito peatonal. Los desperfectos
crecen, nadie se ocupa de ellos. Y quienes van por la avenida Francisco Afonso
Carrillo palpan también esa sensación de riesgo, no solo para los niños, y de
abandono. La misma sensación que anida en la calle Las Cabezas y en la vía que
desemboca en el distribuidor de tráfico del mismo nombre. Vallas oxidadas,
despintadas, arrancadas… El impacto, no solo antiestético, es evidente.
En fin, más importante que los debates y
sus derivados, quejas incluidas, es impedir el pecado original: evitar la
degradación de aquello que es de todos. Es labor de gobernantes, de acuerdo;
pero también de quienes deben velar por un comportamiento cívico que favorezca
el mantenimiento y conservación del patrimonio común que también distingue a
una ciudad.
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