Una reflexión del filósofo
griego Platón sirve para ilustrar la memoria que conservamos de Tomás García
Padrón. Dice: “El cuerpo humano es el carruaje. El yo, el hombre que lo
conduce. El pensamiento son las riendas. Y los sentimientos, los caballos”.
Éramos niños cuando nos conocimos. En la escuela de mi abuela,
donde aprendió a leer y escribir. Donde entendió lo que era el respeto a los
mayores y la tolerancia de los criterios. Ahí fue modelando el carruaje.
Modesto y todo lo limitado que se quiera, pero que él habría de conducir con la
responsabilidad de quien, en el seno de una familia unida y compenetrada, se
sabía llamado a fortalecerla.
Tomás lo hizo, desde niño. Cruzando caminos y etapas, con sus
aficiones, sus convicciones y sus creencias. Eran las riendas del pensamiento
que sostuvo con firmeza, sobre todo en los momentos que, por tener criterio
propio, por entender que le asistía la razón y por defender ideas en silencio,
de forma responsable, sin querer perjudicarse ni producir un clima de encono,
los vientos soplaron más desfavorablemente.
No importaba. Lo primero era su familia, los caballos de sus
sentimientos; por eso actuó con un sentido de la responsabilidad fuera de lo
común. Allí donde le enviaran, cumplió como imponía el deber. En cualquier
departamento, en cualquier unidad donde habría de prestar servicios, Tomás fue
diligente, atento, observador y cuidadoso. Nunca un mal gesto, nunca una
grosería, nunca un rictus de desagrado. Estaba donde le habían asignado y allí
era consecuente. En el colegio, en el complejo turístico, en el propio
Ayuntamiento. O en las festividades donde participaba; o en obras sociales o en
su faceta de dirigente deportivo, en una especialidad tan singular como el
balonmano.
A ese Tomás García Padrón, de comunes andanzas y aprendizajes
infantiles, de posteriores cometidos humanos y profesionales que se
caracterizaron por la lealtad y el recíproco respeto, le rindió ayer tributo, en
su solemne festividad, la hermandad y cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno
en la parroquia de la Peña. Reitero mi gratitud a le entidad por concederme
esta oportunidad de compartir los sentimientos que inspiró su trayectoria vital
y su fe religiosa, a la que dedicó no pocos afanes.
Porque él estuvo vinculado a la hermandad desde su fundación,
hace ya diecinueve años. Dos meses antes de fallecer, accedió a ser Hermano
Mayor. Pero este título era lo de menos. Lo importante fue la seriedad con que
se tomó su pertenencia al colectivo y supo imprimir en el desempeño de cada
componente. Tomás se ocupaba como pocos, o como nadie, de cuidar el paso, de
embellecerlo, detalle a detalle. Y en cada trayecto procesional, era el primero
en procurar que todo luciera como tenía que ser.
Antes de uno de esos trayectos, por cierto, en el exterior lateral
del templo, en una jornada de Semana Santa, Tomás, vestido de nazareno, se
acercó para imponer, sin estridencias ni alardes de ningún tipo, es decir como
él mismo era, la medalla que nos vincula
de por vida a la cofradía como Hermano honorario.
En la evocación del hecho, claro que emociona el gesto; pero,
sobre todo, gratifica saber que provenía de un hombre hecho a sí mismo, que
basó en la modestia, en la rectitud y en el sentido de la responsabilidad su
razón de desenvolverse allí donde tuvo que hacerlo y donde le gustaba hacerlo.
Fue una lástima que dejara de conducir el carruaje del que
hablaba Platón. Pero mientras vivió, tuvo las riendas y los caballos de los
sentimientos hicieron su recorrido con una percepción modélica. La de un esposo
y padre ejemplar, la de un trabajador infatigable, cumplidor y responsable.
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