Aún recordamos el vozarrón
de Alfonso García-Ramos cuando, siendo director de La Tarde, allá por los años setenta, nos llamó la atención a
propósito de una crónica de un partido del Tenerife en casa:
-Cambia
la frase esa, ‘Molina siempre juega bien’, porque alguna vez no lo hará y
entonces no sabrás hacia dónde despejar.
Pero
es que Alberto Molina, de verdad, tenía un rendimiento muy regular, de muy alto
nivel, era una constante de entrega y acierto. Y entonces escribimos aquella
apreciación que, en efecto, puede parecer maximalista. Hasta que el sabio
director nos hizo ver que si el fútbol no es una ciencia exacta, aquel adverbio
y aquella idea debían ser revisados.
Nos
acordamos del hecho -son de esos episodios que, ocurridos en la edad juvenil,
jamás se olvidan- en el curso del homenaje que días pasados le fue tributado a
Molina en el Puerto de la Cruz. Sus mentores pueden sentirse satisfechos:
difícilmente se logra aunar un sentimiento de respeto y afecto tan notable como
el que concentró el que fuera defensa central del Club Deportivo Tenerife.
Allí
estaban sus compañeros, presidentes y dirigentes del club, un entrenador como
Manuel Delgado Meco -el tiempo no pasa por el fuera preparador físico de la
selección española, del Athletic Club de Bilbao y del propio Tenerife-, la
plana mayor de los veteranos de la U.D. Las Palmas y del club albiazul,
políticos como el presidente del Gobierno, Paulino Rivero; y la alcaldesa,
Sandra Rodríguez, quien vivía su primer acto público como tal, y otros colegas
suyos que quisieron acompañar a Molina que, naturalmente, estuvo arropado por
su familia.
Fue
el homenaje un canto a la memoria futbolística. Los recuerdos se desgranaban
solos en tanto que algunas imágenes de momentos históricos del equipo
suplementaron los testimonios. Alberto Molina pudo probar en carne propia -aún
no se ha bajado de la nube, llegó a decir días después en Radio Popular, donde
colabora como analista- lo que se le quiere, lo que transmitió a la afición
tinerfeña dentro y fuera de la cancha. El central que siempre jugaba bien y
lució los galones de capitán con solvencia, tiene a gala, además, no haber sido
expulsado jamás de un campo de fútbol. En su brillante hoja de servicios,
enriquecida desde que se incorporó a la plantilla procedente de los filiales de
la Unión Deportiva, figura aquella célebre eliminatoria de Copa con el Real
Madrid, feliz y sorprendentemente resuelta para el Tenerife. Molina se las tuvo que ver con Santillana y con Pirri,
convertido, a la desesperada, en delantero centro.
Quedaba
por escribir esa página del homenaje que vivió como un juvenil debutante,
profesando su militancia tinerfeñista y su canariedad contrastada en cada
convocatoria que ha de comentar. Lo hizo con la modestia de siempre, como
cuando iba al cruce o sacaba de puerta o se anticipaba al atacante o despejaba
de cabeza. Hasta terminó aceptando el envite del presidente para una próxima
partida de pericón.
Y es
que Alberto Molina fue siempre un caballero del fútbol. Esa personalidad
precisaba de otro reconocimiento. Allí quedó, junto a la frondosidad del Jardín
Botánico. Esa noche, no es por casualidad, volvió a jugar bien.
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