Había que jugar donde fuese. Cualquier lugar era bueno, más o menos
largo, más o menos estrecho. Dos piedras como porterías. Claro: un solo campo
de fútbol, El Peñón; sin más canchas, sin polideportivos. Y había que dar
rienda suelta a la afición, a la ilusión, al triunfo efímero, aunque los
partidos fuesen a doce goles. Entonces se jugaba allí, en espacios urbanos
públicos, en calles, solares o descampados. Con ganas, con lágrimas incluso por
quedarse fuera, con propensión a romper calzado o los pimeros pantalones
largos. Se jugaba en horarios nada reglados, casi siempre a la salida del
colegio. O al mediodía de los sábados. Hasta las tantas, hasta que se hacía de
noche...
Fútbol de niños y de
adolescentes. Juegos en la calle, donde se respirase tierra o donde una caída
mal calculada era, cuando menos, un rasguño seguro. Y además, el temor de que
aparecieran los guardias -¡los celadores!, gritábamos al divisarles- para
interrumpir el apasionante partido. Cuando llegaban a pie o en motocicleta, ya
entrados los años sesenta, coger la pelota o el balón y pies en polvorosa.
Había que huir, había que sortear su aparición, corriendo por calles o fincas
poco frecuentadas, introduciéndose en zaguanes y casas y aguardar que siguieran
otro rumbo. Evitar la pérdida del balón, la reprimenda de la autoridad y hasta
la familiar: ese era el objetivo. Puede que la pena máxima, en algunos casos,
fuera la imposición de una sanción.
Ahora, en la España del siglo
XXI, hacer eso mismo está penalizado. Entre cien y seiscientos euros. Hay más
lugares donde jugar, cierto; pero molestar, impedir el paso, poner en riesgo la
integridad física, un balonazo, allí donde no esté autorizado, cuesta la citada
cantidad con arreglo a una ley que llaman 'mordaza'. En efecto, tiene rango legal
la cosa.
En aquel Puerto que
despertaba al turismo, donde el deporte tenía el déficit de las
infraestructuras, las calles o los solares eran la alternativa. Espacios
urbanos donde jugar, donde crecer, émulos de figuras legendarias, de ídolos
locales, donde soñar con llegar un día a jugar en El Peñón o en aquel tan
lejano para muchos de nosotros como era el 'Heliodoro'.
Recordemos la Cruz del Pino,
camino de piedras anchas que desembocaba en el antiguo cuartel de la Guardia
Civil, cuyas parejas pasaban, por cierto, y nadie interrumpía nada. Un poco más
arriba, los vecinos promovieron el tratamiento con cemento de la prolongación
de la calle Pérez Zamora y allí jugaron los niños y jóvenes de la zona,
principalmente los domingos por la mañana. Se llamaba “La pista”. El estrecho
tramo de la calle Mequinez comprendido entre Perdomo y Pérez Zamora, junto a
“La piedra pómez” convertida en garaje vigilado, y al que pomposamente
denominaron sobre la pared del garaje de transportes de Hernández Hermanos,
estadio “Los Burros”, donde apoyarse en la pared para un autopase era todo un
recurso técnico. La calle Lomo, hasta que empezó a circular la guagua que venía
de Punta Brava. En Puerto Viejo, antes de San Borondón, hubo también canchas de
tierra donde las tardes cortas de invierno alternaban los más pequeños con los
mayores.
El campo más céntrico era el
espacio de la plaza del Charco, donde se concentraban decenas de personas para
seguir los partidos de chicos y donde las porterías eran los postes cilíndricos
de los aros de baloncesto. La lluvia encharcaba, vaya que sí, y entonces valían
los remiendos de arena traída del muelle. Hasta por la noche se jugaba en
aquella cancha que vio crecer a excelentes jugadores de Puerto Cruz. Cuando
instalaban los cochitos de feria y otras atracciones, había que buscar otros
sitios. La plaza de la Iglesia, por ejemplo, junto a los accesos laterales
de la Peña de Francia, válidos también
para juegos como el brylé o el pañuelo, practicados con las chicas al salir de
los colegios cercanos. Muy cerca quedaban las plataformas de El Penitente, no
importaba su forma poligonal o su cercanía al borde del antiguo embarcadero.
Allí supimos lo que eran las pelotas de badana o de trapo, envueltas en una
media de mujer.
Cuando los grandes 'ocupaban'
El Penitente, descubrimos El Lomito, también llamado El Pilongo. La expansión
de Martiánez en búsqueda de una conexión con el centro urbano posibilitó
durante meses terrenos de tierra a los que llegamos a añadir unas rudimentarias
porterías de palo. Muy cerca, en casa
que era de su propiedad, estaba “el césped” de 'Pique' Fernández, donde se
fraguó el célebre Tim Playa en inolvidables tardes de sábado. Allí supimos lo
que era el 'recogepelotas', a la espera de una oportunidad.
Y tres espacios más que
durante años fueron utilizados como campos de fútbol. Cuando hicieron los
movimientos de tierras de los polígonos, surgió el solar donde hoy se ubica la
abandonada estación de guaguas. Cuando TITSA fue colocando allí su flota,
activa y la de desgüace, la cancha se fue reduciendo hasta desaparecer.
Entonces los usuarios se
fueron al descampado donde fue construido el hotel El Tope. Allí, los sábados
por la tarde, se jugaba sin reserva, algunos pensando en el reparador baño en
San Telmo.
Y el tercer solar al que
aludimos fue el resultante de otros movimientos de tierra, en la entonces
conocida como “La marea”, donde quedaron sepultados el Charco Cha Paula, la
Restinga y el matadero. Estamos en la trasera de Mequinez: alli surgió el campo 'Ramón Torres', el
nombre de un personaje local muy popular que presumía de tocar la armónica -a
la que llamaba machete- y al que concedían el honor, por cierto, de arbitrar
los encuentros. Con el paso de los años, ampliaron y habilitaron los terrenos
para su homologación.
Allí, en todos esos espacios,
se jugaba. Y seguro que en otros que no conocimos, allí también quedó una parte
de la pequeña historia del fútbol portuense.
Magistral.
ResponderEliminar