En
el cafetín -a saber quién lo bautizó de esa manera, acaso su mismo
propietario que empleaba el término con frecuencia- cabíamos todos.
Lo que se dice de toda condición social. Era el popularísimo bar El
Rolón, con don Manuel González
al frente, allí entre el cinema Olympia y la carpintería municipal,
en los bajos de la antigua casa de Falange. Días pasados, falleció
su hijo Manolín, que heredó la laboriosidad y trabajó con denuedo
hasta que hubo que mudarse. Sus hermanos Eugenio y Ruperto también
se desenvolvieron, en distintas épocas, en aquel singular ambiente
acogedor de la idiosincrasia portuense.
Evocamos
a don Manuel fregando la loza, despachando cajetillas de cigarros y
ajustando facturas con algún proveedor. Se asomaba puntual al paso
de alguna buena moza y reprochaba a los escolares que hablaran en voz
alta cuando jugaban al futbolín. Con el curso de los años, éste
desapareció o fue sustituido por unas mesas en las que desayunar o
merendar. Había una ventana con dos asientos desde donde se
controlaba el acceso a las guaguas urbanas que estacionaban justo
enfrente o donde guarecerse de la lluvia o del viento que de vez en
cuando caracterizaban el paisaje próximo a la plaza. Pegado al
mostrador estaba el expositor de la dulcería, especialidad de la
casa, con sus pachangas y sus lanchas. Cuentan que hubo una vez un
duelo de 'dulceros' entre dos clientes habituales, a ver quién comía
más, pagando el que menos lo hiciera. Hasta que agotaron las
existencias.
Cuando
don Manuel ya cuidaba de su nieta Conchita, su hijo Manolín se hizo
con los mandos del cafetín. Sabedor de que los chicos accedían por
una puerta lateral, abierta ocasionalmente para tareas domésticas, y
de que con cierta destreza hurtaban piezas de la surtida pastelería,
siempre tan bien colocada, adoptó dos medidas: cerrar la citada
puerta e instalar un espejo retrovisor junto al fregadero con el que
visualizaba y controlaba a quienes afanaban o falsificaban el número
de consumidos.
El
siempre recordado Juan Roberto Ríos formulaba sistemáticamente una
pregunta cada vez que se cruzaba con Manolín, dentro o fuera del
establecimiento:
-Una
cosa que se hace con leche y pasas, ¿qué es?
La
pregunta se hizo célebre. Y dependiendo del humor de Manolín, para
no citar explícitamente el apodo, la respuesta era:
-Frangollo.
Otra
anécdota, registrada en los últimos tiempos del cafetín, consistió
en una fotografía publicada en una revista alemana que Manolín
González colgó de una estantería, visible a todos los
consumidores. En ella podía verse a un personaje de extraordinario
parecido físico -la vestimenta lo acentuaba- a Ramón Torres, un
popular personaje de la localidad que dio nombre a un pequeño campo
de fútbol habilitado en la zona de la marea y que cobró fama, entre
otras cosas, por sus pesquerías de pulpos, cangregos y morenas en
los bajíos de Martiánez y por sus inefables interpretaciones con
una armónica a la que, cariñosamente, llamaba 'el machete'. Picado
por la curiosidad -fueron muchos quienes le dijeron que había una
foto suya en El Rolón-, se acercaba por las tardes para
comprobarlo y fruncía el ceño cuando le explicaban que le habían
hecho la foto sin darse cuenta y la ambientaron en un muelle o
decorado de otras latitudes. En cierta ocasión, debía estar
bastante harto de tanta broma que, queriendo cortar de raíz el
caudal de dudas, exclamó:
-¡Cómo
voy a ser yo ese! ¿Cuándo me han visto ustedes vestido con ese
impermeable? ¡Que no soy yo, a ver si se enteran!
El
cafetín solía estar lleno desde temprano. La proximidad del
estacionamiento de guaguas facilitaba el paso de muchos clientes.
Pero cuando de verdad se llenaba era en la tarde-noche, especialmente
antes de o en los descansos de las proyecciones cinematográficas. A
veces se producían debates -ya hemos escrito que los portuenses
presumían de entender mucho de cine- sobre la calidad de la película
exhibida. No cerraban hasta que terminaba la sesión de las diez o
salía la guagua de las doce de la noche. Miles de cafés, de
cortados, de medios bocadillos (¿con o sin mantequilla?, preguntaban
desde el interior de la barra, de carajillos, de cervezas... y de
dulces. El trasiego diario de aquel cafetín que, años después,
algo más reducido, fue trasladado, con el mismo sobrenombre, a una
calle cercana.
Pero
ya nada era igual.
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