Los ayuntamientos de La Victoria (Tenerife) y La Oliva
(Fuerteventura) han sido escenarios de mociones de censura, plagados, por
distintas razones, de controversia cuya naturaleza responde a causas muy
diversas -entre ellas, las jurídicas- que, en el fondo, ponen al desnudo los
enredados intríngulis de la política local.
Algunos
vaticinamos, aún sin iniciarse el presente mandato municipal, que los propios
resultados electorales y las características de las alianzas políticas forjadas
en Canarias iban a propiciar un clima de inestabilidad en el ámbito local. A
ello había que unir el comprensible pero insatisfactorio “pacto en cascada” que
quiebra allí donde la tirantez y las diferencias (no solo las políticas sino
también las personales) son preponderantes. En lugares pequeños, donde todos o
casi todos se conocen, donde el ejercicio del poder político se ha hecho con
abusos y con voluntades excluyentes, donde siempre hay una vez de la que
acordarse y donde el encono habita incluso en familias, es difícil superar
rencillas enquistadas y hacer que encajen las piezas, de modo que hasta las
lealtades interpartidistas -siempre pendientes de un delgado hilo- se resienten
sin remedio.
Así, cuando
se suma mayoría, cuando las partes están persuadidas, pese a los vericuetos
inconfesables, se desemboca en el imprevisible y difícilmente controlable
trance del pleno. En la historia política de Canarias se han registrado
episodios con cargos públicos que se ausentaron de las islas, otros que fueron
poco menos que obligados a volver bajo vigilancia y amenazas y hasta quienes
hubieron de recluirse en paraderos ocultos y variables para sortear presiones y
demás. Una censura es cosa seria, desde luego, y pese a que menudean y la
experiencia debería servir para atemperar, qué va, cada moción es un
sobresalto, al menos durante un tiempo.
Los más
recientes casos, además de liberar estados de ánimo y sublimar las tensiones
políticas y personales, revelan limitaciones y capacidades para debatir. No es
de extrañar que primen insultos y descalificaciones, que se traspase, en el
fragor de las discusiones, el terreno político en perjuicio del personal.
Afloran las miserias, en forma de descalificaciones e insultos, alentados en
redes sociales y hasta en algunos altavoces sesgados o tendenciosos. Todo puede
ser hasta ilógico: los incumplimientos, las deslealtades, la autocensura, la carencia
o vaguedad de razones justificativas y hasta de las alternativas… Nada, ni
apelaciones a la cordura ni reflexiones: al llegar al pleno, ya está la fruta
vendida y si quedan unas pocas piezas, que se dirima en los tribunales, si es
que a las partes quedan ganas de prolongar las incertidumbres y la
inestabilidad. Pero el pleno, por muy accidentado y vergonzante que sea, se
agota. Lo importante viene después.
Se procede a
relevos y reorganizaciones, un volver a empezar que las máquinas
administrativas, de todos los tamaños, acusan. Los ciudadanos también lo
sufren. Y el paisaje, después de la censura, es el que es: unos, a demostrar
que cristalizan las soluciones que aireaban y que sustanciaban la moción,
acreditando que tienen que gobernar para todos y sin exclusiones. Y los otros,
a saber fiscalizar, a renovar el compromiso de forma fehaciente y constructiva
y a ganarse la confianza del pueblo con acciones y fundamentos coherentes.
Si, de paso,
censurantes y censurados, eliminan discordias y resentimientos, mejor.
Lo valiente está en aplicar a nuestros partidos esta exposición tan enriquecedora. Ni el Partido Socialista es el que fue. Ni el partido popular merece distinción alguna. Pero los noveles políticos tienen mucho que aprender sobre la Ética y la Estética en política. Me encanta tu relación de los echos. Gracias Salvador.
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