Y venga encuestas. Apenas
arrancaban las conversaciones para concertar fórmulas de gobernabilidad y ya
circulaba la última entrega del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS)
sobre intención de voto pensando en si hay nuevas elecciones en primavera, que
todo puede suceder, dicho sea de paso.
A este ritmo, los españoles
somos un país encuestado, o en permanente estado de consulta demoscópica. Da
igual que acierten o no, que se despachen con el tópico de marcar tendencia o
que se traten como hay que hacerlo, es decir, con la máxima relatividad. No se
trata de denigrar a las encuestadoras y a los sociólogos: el trabajo es el
trabajo; sino de aceptar de una vez por todas que no se puede vivir a golpe de
porcentajes estimativos que, a su vez, induzcan titulares o interpretaciones
mediáticas que favorezcan determinados intereses. En este caso, además, cuando
ya se está en plena negociación para intentar formar gobierno, asunto incierto
donde los haya.
A la rica encuesta. Dale con
las estimaciones, que muchas veces no se corresponden, por cierto, de forma
coherente entre intenciones, fidelidades, recuerdos y ponderaciones de líderes.
Serán muy útiles a los estados mayores de los partidos y a sus estrategas pero
su traducción es un ejercicio a conveniencia que, por tal misma razón, abona la
relatividad.
Siquiera para volver a
preguntarse qué más se necesita para que los electores castiguen a una
formación política. O si alguna vez el PSOE ganará alguna encuesta. O si los
nacionalismos ya no tienen sitio en el espectro político.
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