Alguien habló de
‘atmósfera envolvente’ y es verdad. Los Gofiones, en la heterogénea oferta
programática de Mueca, hicieron una
actuación distinta en el salón de plenos del Ayuntamiento del Puerto de la
Cruz, con un indiscutible ambiente intimista, sin megafonía, a capela,
entremezclándose con el medio centenar de espectadores sentados en los bancos
colocados en horizontal, mirando un fondo negro -como el vestuario de los
integrantes- que tapa parte del lateral donde cuelgan los retratos de alcaldes
y alcaldesas.
Los Gofiones hicieron gala de una conjunción vocal
superior, imaginando castillos fantásticos en medio de una modestísima pero
ilustrativa representación escénica sobre la privación del uso de la razón.
Pero también, arrullados por las palmas no menos sorprendidas de los
asistentes, se dejan llevar por los ecos de un canto de cristal que entusiasma
como si quisieran resucitar al último siboney.
La formación grancanaria ha mimado hasta la gestualidad
más simple para redondear su performance portuense. No es casual la súbita
aparición de los cantadores que casi gritan su desagrado con el ‘exceso’ de
instrumentalización en una de las interpretaciones ni la confección de algunos
de ellos -como si de una reminiscencia de Les Luthiers se tratase- exhibida a
tan escasa distancia del público que su visualización, por momentos, acaparó la
atención después de que cayera la oración y la luna, las estrellas y los
sonidos alegres para el chiquillaje se sucedían en la plaza cercana, donde no
había horas muertas, precisamente, y la mar tampoco estuviera en calma.
Una cuidada puesta en escena, luminotecnia incluida,
aprovechando al máximo el espacio, estableciendo una complicidad antes de la
primera canción, hizo de esta actuación de Los Gofiones ese hallazgo musical
tan cercano como insólito que agradaría volver a repetir, aunque fuera otro el
escenario y se multiplicaran los matices. No falta ni un toque de respetuoso
humor para que la distinción cobre cuerpo en la ‘atmósfera envolvente’ que
cautivó a los presentes, atentos sin concesiones durante la media hora exacta
que duró y que acaba con una seguidillas que parecen tan improvisadas que da
gusto oírlas después de los alardes vocales, idóneos para recrearse y tararear
en los adentros porque las canciones -se dijo- no son de quien las compone ni
de quien las canta sino que están hechas para quienes las sueñan y las gozan.
La prueba definitiva de la madurez del grupo grancanario
se palpó entre plácemes y, lo dicho, ganas de repetir.
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