El
artista lanzaroteño como no le conocíamos, desde una arista
japonesa que nos descubre el economista Nicolás Laiz Herreras en su
obra De
Lanzarote a Kyoto con César Manrique (Veredalibros),
presentada días pasados en el Instituto de Estudios Hispánicos de
Canarias (IEHC) por su propio hijo y por el ingeniero de montes
Isidoro Sánchez García.
Laiz
revela que su relación profesional con Manrique, su trabajo de
asesor en materia económico-financiera, trascendió esos límites
hasta labrarse una amistad que les empujó a emprender una suerte de
aventura japonesa a partir de una exposición retrospectiva de la
obra pictórica manriqueña, no comercial, desarrollada en un centro
que con anterioridad había acogido una colección de Francisco de
Goya.
Allí,
según el autor, se fragua una oferta que, de alguna manera,
sustancia lo que se conoce como “modelo turístico manriqueño”,
que no es una concepción académica propiamente dicha. “Se trata
más bien -escribe- de un conjunto intuitivo de proposiciones, como
la resumida en esta apreciación: es
más rentable a largo plazo limitar los alojamientos a veinticicinco
mil que edificar cien mil”.
En
1987, César Manrique era el artista revolucionario que se recuerda,
el eterno crítico, el disconforme permanente. En abril de ese año,
antes de partir a Japón, desde Alemania envía un mensaje personal
al pueblo nipón. El original es reproducido fotográficamente en una
de las páginas del libro:
“Yo,
en Lanzarote viviendo, en las antípodas de Japón, me parece
realmente emocionante dirigirme a ustedes. MI MENSAJE, COMO
INTEGRACIÓN DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA EN EL ESPACIO VITAL,
se
lo dedico al pueblo japonés, que creo que es el más organizado,,
sensible y trabajador a través de la exposición de mi obra en
SEIBU.
“Mi
mensaje, producto de la inspiración cósmica, , expresado por medio
del trabajo creador, deseo que enriquezca vuestra cultura y que
vuestra cultura mejore mis conocimientos.
“Me
considero CIUDADANO DEL UNIVERSO y todas las culturas me parece mis
culturas. Y todos los seres humanos los considero hermanos míos.
“Siempre
he sentido una gran admiración por el pueblo japonés, por lo que me
encantaría seguir en contacto (con) todos ustedes en el futuro”.
Desde
el primer capítulo se desgrana la memoria de aquella experiencia
nipona en la que tuvo mucho que ver el holding
SEIBU,
una potente firma que se empeñó en el sello manriqueño para
caracterizar una parte de la ciudad de Kyoto, célebre años más
tarde por ser el escenario de la firma de un protocolo internacional
que se marcó como objetivo reducir las emisiones de gases de
invernadero que causan el calentamiento global.
El
área de actuación lindaba con la zona tradicional protegida.
Recorrió templos, pagodas y la zona civil o de recreo veraniego
imperial. Laiz interpreta en su libro el mensaje qan ue al creador
lanzaroteño le inspiraba la urbe que recorría para dejar su
impronta:
“Quiero
que el Japón occidentalizado, comercial, industrializado y
tecnológico, no se olvide de su patrimonio urbanístico tradicional
y simbólico. Las nuevas tecnologías y los nuevos materiales pueden
utilizarse conjuntamente con los elementos tradicionales. Con
talento, se pueden mezclar todos esos elementos y generar ideas y
proyectos originales sin perder ese carácter, ese estilo
inmemorial”.
A
Manrique le propusieron diseñar y realizar nuevos centros
comerciales, tipo La
Vaguada, de
Madrid; diseñar y crear espacios lúdico-turísticos para las islas
del Pacífico, al estilo del Lago
Martiánez, en
el Puerto de la Cruz; y reformar y diseñar viviendas de estilo
tradicional japonés, ubicadas en una urbanización dentro del área
protegida de Kyoto.
Anécdotas,
confesiones, vivencias… se van desglosando en las páginas de esta
obra prologada por el profesor de la Universidad de Las Palmas de
Gran Canaria, Germán Santana Henríquez y que tanto Nicolás Laiz
hijo como Isidoro Sánchez condensaron con precisión para invitar a
su lectura, para descubrir otro César Manrique.
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