Zapatero
remendón... noble de profesión (Anónimo)
Esta
y otras muchas frases han caracterizado la vida, el oficio y hasta el
arte de los zapateros. Han desaparecido de muchos pueblos y de las
ciudades, donde han sido sustituidos por otros profesionales, más
versátiles, con otras herramientas u otras técnicas... o,
simplemente, no tienen sustitutos porque es más fácil tirar o
desprenderse de un calzado roto o deteriorado y comprarse uno nuevo
antes que intentar un arreglo o un remiendo.
Pero
eso no quita valor a otra definición anónima: Profesión de
zapatero, la nobleza es lo primero. Y hay quien la elevó de rango en
el imaginario popular: El zapatero ejemplar, tiene en el arte un
lugar. Como que Thomas McCarthy, con Adam Sandler de protagonista, la
llevó al cine hace un par de años, en una estimable comedia: Con
la magia en los zapatos.
El
caso es que en el Puerto ya no quedan zapateros, es decir, aquellas
personas dedicadas a la fabricación o reparación de calzado, tan
respetables en su quehacer, tan dedicadas a su ejercicio cotidiano
(menos los lunes, día en que había una especie de pacto tácito
para tomarse el día libre), desempeñado con esmero, conscientes de
lo que significaba calzar con dignidad y decencia en tiempos de
posguerra y de apertura a los avances derivados del turismo. No
necesitaban grandes espacios: apenas un cuarto, una pequeña
estancia, a veces un taller compartido, y a veces hasta casi en el
exterior de una vivienda.
Recordemos
entonces a aquellos zapateros portuenses que, en ciertas épocas,
alternaron la geografía urbana para coser, reparar, colocar suelas y
medias suelas, talones... Con las tenazas, la escofina, el martillo
de remendón, el abridor, el galgo y el tirapié, algunas de las
herramientas más comunes y cuyo manejo los niños contemplábamos
con cierta admiración. Trabajaban el cuero, reparaban cinturones y
bolsos, abrían orificios y hasta los primeros balones que luego se
conviertieron en habituales regalos de Reyes.
Benito
Hernández, en el paseo Quintana, esquina a Agustín de Bethencourt,
hacía polainas de cuero y botines. Los hermanos Hernández (Agustín, Pepe, Alejandro), en el
mismo paseo, antes de ser derribada la casa en donde luego sería
construido el hotel 'Los Príncipes', también vendieron y arreglaron
mucho calzado. Junto a Pepe, uno de ellos, trabajó muchos años
(también en la calle La Verdad) Vicente Rodríguez. Consignemos,
igualmente, a Esteban Martín y a Vicente García, el padre de
Germán, emplazado en las cercanías del campo El Peñón. Antonio
Gil oficiaba diariamente en la calle Pérez Zamora. Muy cerca, en los
bajos del actual establecimiento 'El Pescador' (Puerto Viejo esquina
Pérez Zamora), lo hacía Juan González. Y Domingo Méndez
Bethencourt en la calle Iriarte. Muy recordado, por supuesto, Juan
Torres, a quien veíamos fajado en el patio de la antigua sede del
Frente de Juventudes en la plaza del Charco. Seguro que hay
omisiones, en todo caso involuntarias. Disculpas, pues.
En
los barrios apenas ha sido posible identificar. En La Asomada, en una
de las curvas cercanas a la entrada del parque Taoro, y en La Vera,
junto al bar 'Tinerfe', hay testimonios de que trabajaban dos. Pero
no así en Punta Brava ni Las Dehesas ni en el Botánico ni en El
Durazno.
Un
oficio perdido. Pero quedó en el pueblo la huella de auténticos
artesanos. Aquellos que repetían con todo fundamento otra frase
archiconocida: “Cada uno sabe donde le aprieta el zapato”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escriba su cometario. Sólo se pide respeto