Todas las hojas están marrones y el cielo está gris.
John Phillips y Michelle Phillips, en California dreamin
En
abril de 2011, cuando cumplió ochenta años, Roberto Hernández
Illada rezumaba la felicidad de la plenitud de un octogenario.
Entonces, escribimos que “sus hijos, familiares, amigos y allegados
le tributaron una celebración por sorpresa. Cuando llegó al lugar,
creyendo que asistía al cumpleaños de uno de sus hijos, y se
encontró con la asistencia de más de setenta personas que, puestas
en pie, entonaban la versión española del “Happy birthday”, el
hombre no pudo reprimir la emoción. Lógico. Después, cuando
recuperó la normalidad, se sintió feliz y comprendió el valor de
la amistad sincera”.
No
era el primer homenaje que le tributaban a Roberto, como este tampoco
es el primer texto en que glosamos su trayectoria y su talante, pero
aquel reconocimiento posiblemente haya sido el más cercano, el más
entrañable, el más espontáneo, el que más se acerca a su
personalidad. El supo ganarse en vida el respeto y el afecto de los
demás, con un sentido de la rectitud y de la responsabilidad que
pocas personas pueden lucir. Y se ha granjeado la admiración, esa
que no requiere de expresiones grandilocuentes, de quienes conocen de
su mesura, de su tesón y de su amor al deporte. “No se es
consciente siempre de tener tan buenos amigos”, acertó a decir a
la hora de dar las gracias.
En
aquella ocasión, antiguos jugadores de aquellos equipos de fútbol
que dieron lustre al deporte portuense le acompañaron como lo
hicieron entonces. Memorizamos alineaciones y lamentamos la pérdida
de los ausentes. Calculamos edades y comentamos episodios de fichajes
y ascensos. El papel de Roberto Hernández Illada fue decisivo para
muchos deportistas. El legendario Juvenil Once Piratas y el primer
ascenso del Club Deportivo Puerto Cruz son hitos entremezclados con
la rehabilitación de El Peñón y algún otro obstáculo federativo.
Hernández, como le llamamos de vez en cuando, era todo: cuidador del
campo, el que tramitaba las fichas, el que iba para Santa Cruz, el
que compraba los equipajes, el que hablaba con los padres del
jugador… En una época de penurias, cuando la proyección
futbolística era dificilísima, Roberto se empeñaba en que los
jugadores jóvenes no fumaran y en que no se fueran de verbena en las
vísperas de los partidos. Si alguno era sorprendido infringiendo
este sencillo particular código de conducta, ya sabe lo que le
esperaba. Hay una foto que ha circulado en colecciones privadas y
hasta en libros: izado en los hombros de Tomás Galindo y Gutiliano
González Pineo, era
el testimonio gratificante del ascenso y del éxito de un hombre
modesto, de un todoterreno, de un portuense de pro.
Al
cabo de los años retornó a la actividad directiva con el Atlético
Puerto Cruz. Pero ya no era igual. Las costumbres y los usos tanto
sociales como futbolísticos habían cambiado sustancialmente. Aún
así, su labor era respetada. Como también lo fue la que desarrolló
a posteriori en el Club Natación Martiánez, especialmente con el
equipo de waterpolo, al que ascendió a la División de Honor, la
máxima que ha alcanzado -junto al Marlins, de béisbol- una
representación deportiva del Puerto de la Cruz. La presencia de José
Antonio Marrero, quien le sucedió en la presidencia, y una sentida
carta que Jesús Cuartero, el técnico, envió desde París, probaron
que en esta disciplina Roberto Hernández Illada también dejó
huella. Un álbum de fotografías de época, otro familiar y unos
cuantos regalos más -entre los que destaca el reloj del Atlético de
Madrid, su equipo del alma, entregado por Manuel Torres-
testimoniaron la satisfacción de una jornada obsequiosa. Nos
quedamos con las ganas, por cierto, de ver los resultados del trabajo
digital de Juan Antonio Acevedo quien preparó un DVD con momentos
estelares de la vida deportiva de aquel cumpleañero entonces que
ayer nos decía adiós y hoy al mediodía, tan cerca de los recintos
deportivos donde dejó su sello, recibirá cristiana sepultura.
Hacemos
esfuerzos para no repetir la definición de Roberto Hernández Illada
en su faceta de dirigente deportivo, cuando este concepto aún estaba
lejos de su materialización más avanzada. En su momento dijimos, y
así lo hemos empleado a posteriori, que él era el último romántico
del deporte. Otro gran amigo suyo, Francisco Sánchez García, quien
fuera futbolista profesional, abogado y alcalde de La Orotava,
impulsó los honores cívicos concedidos durante nuestra etapa en la
alcaldía portuense. Un soñador que, un día como hoy, cuando
lamentamos su pérdida, es despedido entre hojas marrones y cielo
ceniciento. Pero los esfuerzos -ya ves, estimado Roberto que estás
en los cielos- son baldíos. No hay mejor definición. Así que
permite que, de nuevo, lo empleemos y te distingamos con esa cualidad
que debe enorgullecerte, como así ocurre con todos los que han sido
tus discípulos y siguen siendo tus amigos que lloran tu definitiva
ausencia.
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