Ya
no es que estén preocupados los norteamericanos ni los republicanos
ni los componentes de su gabinete ni los empresarios que le han
abandonado por sus recientes débiles respuestas a los sucesos
raciales de Charlottevislle, en Virginia. Ya es que todos se temen
-nos tememos- lo peor: ¿qué será lo próximo, cuál el siguiente
episodio en que el presidente de los Estados Unidos de América,
Donald Trump, tenga que tomar una decisión? ¿En qué manos estamos?
La
impresión que da es que hasta sus contados admiradores -esos que
dicen que la economía va como un bólido, esos que afirman que es el
único que ha puesto a los periodistas y a los medios en su sitio- ya
dudan. Hay Trump para entretenerse, vaticinamos cuando la retahíla
de dislates recién arrancaba. Quienes auguraron convulsiones de todo
tipo, siguen acertando. Nunca antes la política mundial, con núcleo
en Washington, se vio salpicada por tantos vaivenes, una suerte de
'todo es posible' porque el señor presidente es imprevisible. De
aquella escenografía anacrónica y rimbombante, rubricando
resoluciones con escritura de trazo alto y grueso, apto para analizar
grafológicamente la personalidad del individuo, se ha pasado a
delirantes escenas políticas con guión que se podría
contextualizar cuando en España se aprendía democracia
participativa en aquellas asociaciones vecinales que sirvieron de
respetable escuela.
Haber
convertido la Casa Blanca en el camarote de los hermanos Marx,
simbolizado en la célebre escena de Una noche en la ópera, es
indiscutible mérito de Trump que, a base de bravatas, amagos,
desplantes y exabruptos, principalmente en cuenta de Twitter -su arma
más poderosa, dicen- ha ido contagiando un estilo controvertido y
poco fiable, desde luego impropio de una potencia y de una democracia
como Estados Unidos.
Los
relevos en su gabinete a principios del presente mes son el reflejo
de ese camarote. Las políticas de seguridad y comunicación,
supeditadas al capricho personalista, jamás se vieron tan débiles y
paradójicas. Y la derrota en el Senado de la derogación parcial de
la ley que sustentaba la asistencia pública sanitaria que puso en
marcha Barck Obama desnudó que el presidente no inspira confianza ni
a su propia formación política. Lo de los relevos, por cierto,
concluye en que trabajar con Trump es de lo más inestable del mundo:
estás a su merced -como hojas muertas, diría Serrat-, a expensas de
un cabreo, de una mirada, de una confidencia, de una conexión
tenebrosa, de una sombra de desconfianza. Aquellos insultos de un
recién designado director de Comunicación, Anthony Scaramucci,
dirigidos al jefe de gabinete, Reince Priebus, posteriormente
destituido, pusieron de manifiesto el descontrol y el funcionamiento
alocado con golpes de tango de algo tan serio y que entre todos
hemos mitificado como es la Casa Blanca, donde las filtraciones, por
lo que parece, cotizan muy alto. Tanto que arrastran hacia insólitas
determinaciones presidenciales que merman su propio prestigio y la
credibilidad del propio presidente al que el osado de su colega
venezolano, Nicolás Maduro, le mama gallo, no importa la horrísona
apelación que emplea en sus insufribles discursos. También tendría
sitio en el camarote, por cierto, donde apuntar con misiles a Corea
es tarea de un día más en la oficina.
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