Parece
que declina el sentimiento de rechazo al turismo, desatado en pleno
verano, al menos en algunas zonas, con evidente preocupación porque
estos fenómenos se sabe cómo arrancan pero no cómo terminan. Si la
evolución no es bien tratada o gestionada, si no se atajan las
orígenes, podríamos estar ante un problema muy complejo de
imprevisibles consecuencias. Ojalá se imponga la cordura y se
intente paliar el efecto negativo del turismo desde la racionalidad y
no desde la agresividad o la violencia.
El
turismo tiene algunos impactos negativos. Pero no puede negarse que
es un sostén muy importante de la productividad económica. En
España, números relativos, significa el 11 % del Producto Interior
Bruto (PIB) y proporciona empleo a un 10 % de la población. El año
pasado, nuestro país cerró el ejercicio con un registro de llegada
de turistas de 75,3 millones y un gasto que rondó los setenta y
siete mil millones de euros. Está claro que España, en el plano
internacional, ocupa un lugar destacadísimo, turísticamente
hablando.
En
efecto, la evolución de la actividad turística se traduce en
beneficios para el país y para el sector. Ha sido determinante para
ir saliendo de la crisis y ha sabido aprovechar distintas coyunturas
internacionales.
Pero,
como es natural, se ido gestando un cierto rechazo en determinados
destinos, sentimiento cuya capacidad de contagio es verdaderamente
inquietante. Claro que hay que distinguir entre dos situaciones: una,
cuando se constata un cierto equilibrio entre las comunidades nativa
y visitante, casi hasta producir una cierta fusión o una convivencia
natural tendente a la integración. Entonces, se da una clara
apreciación de los beneficios por parte de los residentes que
termina ignorando o sobrellevando los efectos negativos. La otra: hay
una capacidad de carga en todo destino turístico. Al superarla, se
nota y se padece los problemas derivados. Ahí radica la génesis del
rechazo. Y entonces, hay que hacerse cargo de lo que inspira esa
actitud y de la necesidad de corregir lo que sea para superarla.
Algunos
destinos están viviendo por primera vez lo que se conoce por
turismofobia. Eso significa
que hay que gestionar un problema que puede alterar el negocio y todo
lo que lo envuelve. Teóricamente, a nadie le interesa que los
operadores terminen desviando contingentes de visitantes. Algunos ya
plantean la necesidad de combatir la saturación turística mediante
fórmulas teóricamente encaminadas -entre ellas, la distribución de
viajeros a lo largo del añol- al equilibrio que evite situaciones
rupturistas. El papel del empresariado en este sentido es
fundamental.
El
caso es que no se trata de un asunto baladí. Por lo tanto, como
puede rebrotar en cualquier momento y en cualquier lugar, hay que
abordarlo con mucha racionalidad y con una marcada vocación de no
producir más compolicaciones. Hay mucho en juego, claro que sí. Y
en algunos sitios ya son conscientes de lo que cuesta recuperarse en
el mercado después de padecer alguna crisis. La congestión de
turistas, las primeras expresiones de rechazo, requieren de una toma
de conciencia: hemos pasado de cuidar el turismo casi hasta el mimo,
para ganar cuotas de mercado y fomentar inversiones, empleo y
consumo, a contrastar cómo tantos visitantes se convierten en un
trastorno y hasta en una alteración del orden y la convivencia.
No
es exgareado decir que es un asunto de Estado. Por lo tanto,
administraciones, organismos y agentes privados tienen la obligación
de estudiar y proponer soluciones. Antes que el éxito, tantos
récords, termine liquidado.
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