De
vez en cuando el fútbol nos regala un episodio épico, tan
escurridizo (con permiso del poeta) “que hay que andarlo de
puntillas, por no romper el hechizo”. Y no hay gol ni una parada ni
un remate inverosímil ni un taconazo ni un pase de tiralíneas. Es
un sentimiento de pueblo, de espectador, que entraña emoción, aún
sin darse cuenta.
Es
cuando el fútbol se convierte en un grito unánime, en una expresión
coral, afinada sin apenas ensayo. Fútbol sin distingos de clases
sociales que se rebela contra la injusticia, contra la exclusión,
contra cualquiera de esos males que desvirtúan la nobleza deportiva,
la naturaleza pura de los contendientes, de su esmero competitivo.
Y
es entonces cuando eclosiona el espíritu de los valores reservado
para las grandes ocasiones, para distinguir a una afición y a pueblo
identificado, que tiene hambre de Primera División y por eso se luce
con comportamientos edificantes que lo distinguen.
El
fútbol convertido en un canto contra uno de esos males que recorre
la sociedad europea de nuestro tiempo. Fútbol versus racismo. No al
racismo. ¿Por qué el racismo, en cualquiera de sus fórmulas, tiene
que fastidiar la aspiración de victoria, el puro desempeño
deportivo? Sigamos preguntando: ¿tiene que soportar un jugador de
color, que juega en un club histórico que un día ganó tantos
adeptos porque era el único que alineaba once españoles, los
insultos, las vejaciones y los cánticos indubitadamente racistas y
excluyentes?
Los
graderíos, de pie y al unísono en el minuto 9 -el número de dorsal
del futbolista- desplegando el mensaje. Que no, que el fútbol no
está concebido para eso. NO AL RACISMO, en mayúsculas. Que aprendan
quienes se conducen con esos criterios, quienes se manifiestan
irrespetuosamente. En las gradas, en los espectáculos o en las
tertulias audiovisuales que se autodenigran, claro.
Fue
una lección de nobleza deportiva. Complementada por la ovación
dirigida cuando se marchaba al vestuario quien había batido dos
veces la portería del equipo cuya afición homenajeaba sin reservas,
interpretando lo que todos quisieran que se interpretara en un
escenario deportivo. Pero también de cualquier otra naturaleza. Como
ocurrió con los italianos en Emilia Romagna, Bella
ciao, la
flor del partisano.
Un
futbolista que se marchó y se mostró agradecido. Inolvidable
momento, singular episodio. Esa noche ganó el fútbol, la otra épica,
el poderoso y profundo sentimiento del respeto. Una afición que
escribió con letras de oro su conducta y acalló los gritos de
descalificación, que acreditó su madurez y que protagonizó con
derecho propio los fundamentos de los valores.
De
verdad, un ejemplo para el fútbol y para el mundo.
Muy bien ,me gustó un montón
ResponderEliminarGracias salvador