Desde
antes de ejercer cargos públicos, hemos preconizado la importancia
de las formas en política, no digamos ya en el ámbito parlamentario
o en cualquier otro institucional que esté a la vista o requieran de
transparencia. Son innumerables los episodios en los que predomina el
irrespeto, en cualquiera de sus expresiones: palabrotas, insultos,
intentos de agresión, gestos, comportamientos completamente
impropios o inadecuados. Hemos comentado algunos de ellos, no por un
excesivo afán moralista o porque vayamos por la comunicación con
una obsesión de enjuiciar los hechos siquiera desde una óptica
exclusivamente ética, sino porque consideramos que los cargos
públicos, en el ejercicio de los mismos, deben dar ejemplo, actuar
en todo momento de forma cabal y conducirse consecuentemente. Jamás
perder las formas, es un pensamiento que hemos defendido en más de
una oportunidad.
Se
observa que no solo es nuestro país ni allende las fronteras donde
se producen hechos reprobables que van acentuando el rechazo hacia la
política y siembran el desprestigio entre la clase política. Cuando
se ha visto -literalmente- pelear, a puñetazo limpio, en parlamentos
orientales e incluso hispanoamericanos, embarga la tristeza y genera
automáticamente ese movimiento de cabeza de desaprobación que lo
dice todo.
Ahora
también en escenarios presuntamente civilizados y democráticamente
maduros, como Estados Unidos, se registran hechos inaceptables y
hasta difíciles de creer si no fuera porque las señales de
televisión actúan como fedatarios públicos. Allí, donde el
mismísimo presidente, Donald Trump, está siendo sometido a un
juicio político para intentar destituirle, abochorna su
comportamiento en la sede del legislativo, donde con su talante
habitual, que hace presumir una prepotencia inconmensurable, se
permite no saludar a la presidenta de la Cámara cuando ésta, de
pie, desde su sitial, le da respetuosamente la bienvenida antes de
empezar. Damos por supuesto que allí conocerán lo que aquí
conceptuamos como cortesía parlamentaria. ¿O quizá no? Está claro
que los tratamientos posteriores, de presidente a presidenta, ni
existirán.
La
titular de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, no se quedó
atrás: aguardó a que Trump terminara de leer su discurso para
afrontar el debate y rasgó los folios del texto a la vista de
todos, puede que en clara señal de disconformidad con su contenido o
de devolución de la malcriadez por no haber sido correspondida.
Si
el primero hizo la cobra -se dice así, ¿no?-, la presidenta de la
Cámara lo reprobó sin miramientos. Fue un duelo de gestos, desde
luego. Pero en uno de los templos de la democracia y en el arranque
de una solemne sesión parlamentaria, no debió producirse. Pelosi
está siendo calificada de Escarlata O'Hara y puede que haya salvado
los muebles pero los
caucus de
su partido fueron poco menos que caóticos, valga el juego de
palabras.
La
proximidad en el tiempo de ambos acontecimientos habrá inclinado la
balanza. La mayoría parlamentaria republicana obró una absolución,
por lo demás, esperada. A estas alturas, las formas y los gestos en
la política -también en territorio yanki- importan cada vez menos.
Pero
seguiremos pidiendo respeto.
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