Fue una gozada, el acto en sí, pero sobre todo, la
intervención de Mario Vargas Llosa en el acto de imposición del título de Hijo
Adoptivo de Las Palmas de Gran Canaria.
Algo más que un discurso, algo más que una conferencia. Setenta y cinco minutos
de experiencia viva, de una existencia literaria, de una vocación indeclinable.
La perspectiva de cincuenta años de una primera novela. En definitiva, un
relato dicho tal lo hubiera escrito, con un dominio del lenguaje y con una
llaneza expositiva que hacían rebozar toda la sabiduría de un premio Nobel.
Fue un privilegio estar allí, compartir las emociones que
brotaban de cada fase, de cada vivencia, de cada personaje, de cada evocación,
de cada conexión con la realidad, de cada imaginación, de todas las concomitancias…
Fue un lujo compartir el silencio y el respeto con que eran seguidas sus
palabras, de modo que si hubiera hablado media hora más, nadie se hubiera
cansado ni molestado.
El Nobel se hizo verbo y habitó entre nosotros después de
haber aceptado con sutil elegancia la decisión municipal de adoptarle, un
reconocimiento a sus vínculos con la capital grancanaria, entre los que se
consigna su confesa admiración por Galdós, uno de cuyos títulos, Fortunata y Jacinta, elevó de categoría.
Armas Marcelo le invitó una vez más a descubrir la magia que desprende Las
Canteras en las primeras horas de la mañana. Seguro que el yodo atlántico robustecería esa relación.
Mario Vargas Llosa interpretó La ciudad y los perros, su primera novela que cumple cincuenta
años. Una perspectiva amplia, por tanto, para entender un tiempo, la infancia,
cuyos avatares le marcaron. Y para explicar una sociedad compartimentada, la
rigidez militar, las inclinaciones literarias, un país no tan
‘occidentalizado’, la búsqueda de la identidad, del medio de vida, la eclosión
vocacional, el traslado a lugares donde descubrir sensaciones y escritores que
inspiraban, los absurdos de la censura, las amistades, los editores y las
editoriales y hasta el oficio periodístico.
El Nobel estaba allí, solemne pero sin serlo, enfático cuando
la narración oral lo requería, torrente de memoria desbordado pero
perfectamente secuenciado y que inundó el Pérez Galdós en una memorable página
intelectual del teatro y de la ciudad. El torrente que significó una frontera y
que nació cuando palpó que había aprendido a leer. Lo acentuó en varias
ocasiones: aprender a leer, todo un título para estimular, para entender que la
literatura corrió por sus venas desde aquella infancia en que descubre que no
era huérfano, desde aquella adolescencia en que supera las novatadas del
inolvidable colegio militar ‘Leoncio Prado’ -hasta para patentar un derivado,
los alumnos leonciopradistas- y cobra
sus primeros pesos al escribir cartas de amor de sus compañeros.
Buena parte de eso es la génesis rememorada de La ciudad y los perros, escrita y
reescrita, con su contenido desordenado y magmático hasta alcanzar la versión
definitiva, sometida a la censura española de principios de los sesenta, con el
editor Carlos Barral oficiando para sortearla a base de evidenciar sus propias
limitaciones lexicográficas. La novela que ha cumplido cincuenta años, una
suerte de feliz arranque de una exitosa prolífica carrera literaria contrastada
en títulos que han servido para imaginar y ceñir los mundos, la historia, la
realidad misma.
Vargas Llosa asumió su adopción con la sencillez del sabio,
con la premisa reiterada del aprender a leer como base de todo
conocimiento.
Fue una gozada, un privilegio.
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