Coincidimos en la sede de ‘La Tarde’, en la calle Suárez
Guerra, a principios de los setenta del pasado siglo. Hacíamos información
deportiva. No le gustaba mucho el fútbol, así que se aplicó en otras
disciplinas, principalmente tenis de mesa, del que fue un experimentado
practicante, junto a Manolo Darias, a quien animaría de forma entusiasta para
proyectar el universo del ‘cómic’, especialmente en DIARIO DE AVISOS a cuya
nueva andadura, en la redacción de Santa Rosalía, acudimos al unísono con toda
la ilusión de quienes, habiendo abrazado la vocación, ya empezábamos a hacer
del periodismo un medio de vida.
Hemos
recorrido juntos, pues, una buena parte del camino. Hemos compartido afanes y
hemos aprendido al calor de la experiencia labrada sobre el terreno, la
adquirida bajo sabias enseñanzas de Alfonso y Leopoldo y como activos y
privilegiados testigos de trances históricos, dispuestos a informar, a narrar,
a contar y a vivir desde dentro el valor de la información.
Manuel Iglesias, Manolo, era un
periodista de casta, hecho a sí mismo, el profesional autodidacta que se
convierte en el todoterreno que sortea todos los obstáculos para acabar siendo
consultado a la hora de titular, de dar el adecuado relieve a una información,
de levantar otra en situación de urgencia, de escoger la foto más ilustrativa,
de atender una inserción publicitaria in
extremis, de pasar las páginas y de aguantar la edición hasta el límite con
tal de completarla.
Repasábamos y corregíamos originales,
apurábamos a redactores y colaboradores, contrastábamos fuentes, llamábamos a
cargos públicos a horas intempestivas, aguardábamos por una entrevista
exclusiva, resultados de votaciones de plenos o de elecciones de reina… Eran
los tiempos de estar en la calle, en las instituciones, en los aeropuertos,
en los hoteles: tiempos de papel y
bolígrafo o de casetes, tiempos de regresar a toda prisa y a veces sin
material. Manolo Iglesias conocía muy bien el tráfago de una redacción y, lo
que es más, se integró de lleno en el proceso de producción de un periódico. No
es de extrañar que fuera saltando en el escalafón hasta llegar a ser director
provisional y director adjunto del decano, donde permaneció durante treinta y
seis años. Un recíproco respeto caracterizó nuestra relación personal y profesional.
Se metió de lleno en la información
local y hasta llegó a ser corresponsal de El País. Pero no se conformó y fiel a
su ánimo emprendedor se especializó en la crítica gastronómica. Fue Premio
Nacional de Gastronomía a la mejor labor periodística y miembro de la Real
Academia Española. A Iglesias se le debe la convocatoria de los Premios anuales
que concede este periódico. Nos encargó personalmente la presentación del acto
de entrega en dos ocasiones y en varias ediciones debatíamos sobre las
propuestas de las que disponía para su materialización. Presidió habitualmente
el jurado. Luego, porque quería proyectar la originalidad y las bondades
culinarias, dedicó muchos empeños al Plan de Gastronomía del Cabildo Insular
que coordinó con solvencia. Ya con cubiertos de experto, naturalmente.
Atento intérprete de la realidad,
cultivó también el género de opinión. Gustaba de someter sus columnas al
parecer del director. Medios audiovisuales solicitaban a menudo su criterio. Le
gustaba viajar y recorrió varios países, donde lucía su tinerfeñismo. El
periodista de casta que fue lo acreditó en numerosas ocasiones, ejerciendo el
oficio con seriedad. Claro que le recordaremos siempre.
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