Circulaba ayer tarde en las redes sociales una comparación
fotográfica muy ilustrativa: a un lado, la ministra italiana de Trabajo, Elsa
Fornero, en pleno llanto que no pudo contener el día en que daba a conocer
medidas de reajuste económico y pronunciaba la palabra ‘sacrificio’; y a otro,
los diputados del Grupo Parlamentario Popular en las Cortes, de pie,
aplaudiendo al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, después de que éste
pegara el tiro de gracia al Estado del bienestar con las determinaciones
económicas más duras de la democracia.
¿Qué aplaudían sus señorías? ¿Las brutales medidas que
vuelven a rascar los bolsillos de lo que queda de la clase media española? ¿La
reducción de la prestación por desempleo? ¿El incremento del IVA en tres puntos
porcentuales? ¿La supresión de la paga extra de Navidad a los funcionarios? ¿La
reforma de las pensiones? ¿La reducción de la representación popular en los
ayuntamientos? ¿Qué aplaudían?
Ni que hubiera hecho la mejor faena oratoria de su vida el
presidente del Gobierno. Ni el culto político elevado a notables potencias
hubiera merecido ese aplauso. Porque ni una sola medida de las señaladas
beneficia a la mayoría de los ciudadanos ni favorece los intereses generales.
De verdad, ¿qué aplaudían?
¿Se imaginan cómo sería de atronadora la ovación si el
presidente Rajoy anunciara una bajada impositiva? ¿O si dispusiera un programa
de becas que permitiera cursar estudios a alumnos que difícilmente podrán hacerlo?
¿O si dotara a la Ley de Autonomía y Dependencia Personal de recursos
económicos suficientes para ampliar la cobertura? No es exagerado imaginar el
trueno prolongado de sus palmeros (personas que acompañan con palmas los dichos
y los anuncios) a la vista de tan sustantivas disposiciones pensadas, claro
está, para beneficio de los españoles, especialmente de aquellos que más lo
necesitan.
Ya puestos, aplaudían -se aplaudían- el rulo inmisericorde de
un programa de reformas que no se detiene ante nada. Bueno, sí: ante los
delitos fiscales, ante la evasión de capitales, tan generosamente tratados por
un Gobierno que penaliza a quienes cumplen con sus obligaciones y condesciende
con quienes demuestran no tener escrúpulos a la hora de manejas sus ganancias y
sus excedentes.
El pensador y premio Nobel de Economía, Paul Krugman, lo ha
sentenciado en un artículo publicado en The
New York Times: “Las medidas de Rajoy no tienen ningún sentido… ¿De qué va
a servir ahogar la maltrecha economía española y sumir aún más a los ciudadanos
en un pozo sin fondo?”. Krugman da a entender en el título de este trabajo “el
dolor inútil en España”.
Pero aplaudieron y sonrieron de oreja a oreja. El tendido
exteriorizaba el contento que le producía la faena del jefe, no importa que
haya más desempleados el mes que viene, merme la capacidad adquisitiva para
afrontar gastos domésticos, haya menos profesores o los servicios sanitarios
estén bastante bajo mínimos, nunca mejor dicho.
Aplaudieron acaso porque no pueden hacer otra cosa. Porque no
hay argumentos, porque explicar lo inexplicable es imposible y porque la
cuadratura del círculo, también.
Fue una escena poco edificante, lamentable de verdad. Una
cosa es animar y entusiasmarse, no importa que el jefe haya estado regular o tibio,
y otra muy distinta esa suerte de pleitesía anacrónica expresada de pie, para
más inri.
Y esa era el contraste que supo atrapar quien hizo la
composición fotográfica: lágrimas de una ministra italiana a la que seguro
dolían las medidas que transmitía a la ciudadanía y aplausos de una bancada
parlamentaria que, lejos de estar preocupada por la reacción y las consecuencia
de lo que el jefe acaba de largar, se esmeró en dedicarle gráficamente su
reconocimiento.
Para eso hay mayoría. ¿Y qué?
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