La fractura social es un hecho tan evidente como el
desmantelamiento del Estado del
bienestar. Y la gente, cada vez más, abomina de la política. Quienes días
pasados han querido expresar su rechazo y su desacuerdo en los alrededores del
Congreso de los Diputados y de otras instituciones donde reside la
representación democrática, están hartos: equiparan los males, reparten culpas
por igual, discrepan abiertamente del modelo, de políticas que no resuelven,
que engañan masivamente, que no ofrecen alternativas, que hacen recaer sobre
los mismos de siempre, los más vulnerables, toda su batería de reajustes y
rigidices… Políticas que, en definitiva, basadas en la austeridad y en las
restricciones, empobrecen y confunden. Lo peor es que no solucionan, como se ha
comprobado, aquí y en otras latitudes.
Y esa
fractura, claro, empieza a ser un clamor en todo el país. Mientras una parte
del debate deriva hacia las formas y actuaciones policiales, la cuestión de
fondo es la desafección creciente que amplios sectores de la ciudadanía están
desahogando. En concentraciones o protestas populares y en sondeos
demoscópicos. En nulas respuestas ante ciertas causas y en una insensibilidad
manifiesta cuando huele que puede haber componentes o influjos politizados. Eso
se contrasta ya en grandes urbes ya en los pueblos, en algunos de los cuales,
por cierto, se ha pasado de respirar un ambiente envolvente de lo público a
otro de desinterés e indolencia.
Esa
desafección hacia la política y los políticos, hacia los partidos, hacia el
sindicalismo, acentúa la crisis de institucionalidad a la que ya nos hemos
referido. Ese clima no es bueno, hay que decirlo con rotundidad. Favorece la
desestabilización y fomenta comportamientos de impredecibles consecuencias,
máxime en espacios donde la cultura democrática sigue siendo muy limitada. No
querer reconocer el caldo del desapego hacia la política -el que pretenden los
antisistema, los radicales, los inadaptados y los neofascistas- es un error, de
ahí que hurtar debates fundamentales en el Parlamento y en otros foros o actuar
a base de imposiciones amparándose en mayorías que empiezan a ser absolutistas,
sólo abonen o cultiven una preocupante percepción social que, además, no
favorece en nada a la democracia. La que hay que preservar.
El caso es
que los partidos y sus dirigentes deben concentrarse en la búsqueda de
discursos y respuestas para hacer frente a este desentendimiento galopante. No
basta con reivindicar la política, como tímidamente expresan algunas voces,
sino que es necesario configurar otras determinaciones que propicien la
recuperación efectiva y convincente de la credibilidad políticamente
disminuida. Porque las fracturas hay que soldarlas.
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