En el Parlamento de Canarias vuelven a hablar de
modernización y renovación turística. Esperemos que haya más suerte que con la
aprobación del Estatuto del Municipio Turístico, una norma con la que se ha
estado lidiando desde 1995 sin resultados prácticos ni concretos. Una cierta
incapacidad y una evidente insolidaridad, entremezclados los intereses
respectivos, han frenado los avances que pudieron haber sido determinantes para
despejar unas cuantas incógnitas en un sector estratégico -lo único en lo que
estamos todos de acuerdo, con las reservas de La Palma- de la economía de las
islas.
Se quiere,
según hemos leído, la mejor Ley de Modernización y Renovación Turística. Nada
que objetar, al contrario. Pero, además de voluntad política, es necesario el
compromiso de los grupos parlamentarios para alcanzar, sobre todo, un acuerdo
sostenible de futuro. Es decir, una norma que esclarezca situaciones
controvertidas y lagunas que, a su vez, han ido complicando el desarrollo de lo
que en una época se llamó industria sin chimeneas. Un desarrollo desordenado y
enrevesado, con una oferta casi ilimitada, pese a la existencia de planes
insulares de ordenación, de protección de espacios, de moratorias, de
estándares de calidad y de otros factores determinantes.
Estallada la
burbuja inmobiliaria y estancado el sector de la construcción, hay que trabajar
sobre la realidad de la que se dispone. Eso significa que hay que cultivar y
promocionar los activos que están a la vista. Entonces, definamos de una vez el
modelo, sabiendo que cada isla es diferente. El cuidado de los recursos
naturales, la sostenibilidad de las actuaciones que se proyecten y el esmero en
el mantenimiento de infraestructuras e instalaciones resultan esenciales para
luego añadir calidad en las prestaciones, seguridad y amabilidad en los
servicios que se prestan.
Esa Ley de
Modernización y Renovación Turística debe andar por ahí, entre otros
vericuetos. Debe contribuir a la transformación de los destinos turísticos
maduros. Ha de propiciar condiciones para suscitar el interés de inversores. Ha
de marcar, en definitiva, las reglas del juego para lograr una efectiva
revitalización de un sector que es la mayor parte del sostén productivo y que,
tal como evoluciona en el resto del mundo, debe autoexigirse constantes mejoras
para poder competir en las mejores condiciones posibles, no sólo con sus
conocidos recursos climáticos y litorales.
Si se quiere
hablar de reiventarse, adelante. Pero a sabiendas de que estamos ante una
necesidad común respetando los hechos diferenciales insulares. Porque esa
necesidad, no lo olvidemos, y mientras no haya un sector alternativo, conlleva
la opción de generar empleo, la que menos gusta al empresariado canario pero
que es indispensable por razones obvias.
Habrá que
seguir con atención el debate sobre esta pretendida ley en el Parlamento de
Canarias, sobre todo porque, aun cuando haya espacios de convergencia, seguro
que no será fácil orillar posiciones políticas que se enfoquen desde otras
latitudes, las centralistas, por ejemplo. Pero que todos sepan lo que está en
juego: la defensa de los intereses generales canarios en unos momentos de
recesión económica como jamás se habían conocido.
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