Es
bastante complicado el asunto de los desahucios, elevado a la
categoría de drama social, con resultados trágicos en algunos
casos. La sociedad ha reaccionado, ha enseñado una vena solidaria
como no suele hacerlo y ha despertado conciencias políticas
demandando y forzando soluciones que, desde el ángulo político, por
ahora, no llegan, al menos de forma estable para despejar las
incertidumbres que siguen caracterizando el problema.
El
Gobierno, agobiado y desbordado, pero con su mayoría 'absolutista' y
el apoyo puntual de Unión, Progreso y Democracia (UpyD), aprobó
días pasados una medida consistente en prolongar durante dos años
la estancia en su vivienda de quienes la habitan con avisos de ser
desahuciados. Debe ser considerablemente retrictiva cuando, según
los primeros cálculos, el número de familias que podrían acogerse
es bastante inferior al de las cuales no van a poder beneficiarse. Se
trata, pues, de una moratoria que huele a parche con el que se alivia
pero no se resuelve la situación. Porque no se frena el proceso de
desahucio que esté en trámite. Y porque no se paraliza el aumento
de la deuda hipotecaria ni se impide la pérdida de la propiedad de
la vivienda. Las soluciones a problemas socialmente injustos que se
han ido multiplicando entre miles de personas y familias que aparecen
envueltas en complicados trances de desigualdad procesal y
contractual y han de afrontarlos, sin recursos y con todas las
puertas cerradas prácticamente, ante los bancos, muchos de los
cuales son deudores del Estado, las soluciones -decíamos- se van
configurando cada vez más difíciles si tenemos en cuenta la
disparidad política, la rigidez bancaria y las propias
circunstancias de la recesión que ennegrecen el horizonte.
De
poco sirve ya lamentarse de que bancos y cajas, durante años,
concedieran créditos hipotecarios sin garantías de que iban a ser
abonados. Como de escasa utilidad ha resultado aquel Código de
Buenas Prácticas sobre Desahucios que aprobó el ejecutivo de Rajoy
en la primavera pasada con el fin de propiciar la dación en pago. Su
aplicación era voluntaria para los bancos. Cuando sólo se han
registrado cuarenta y dos casos de esta figura, según datos
facilitados por el propio ministerio de Economía, poco o nada se ha
avanzado en la solución del problema. Desde ahí se aprecia también
el olor a parche.
Todo
da a entender que es necesario introducir importantes modificaciones
en la normativa, especialmente en la Ley Hipotecaria. Dada la
dimensión del drama, y aún contando con que no va a disminuir la
tensión social, ni por ésta ni por otras causas, cabe exigir el
máximo consenso posible en el proceso legislativo. Hay que pensar en
una Ley que conceda más tiempo a los hipotecados para pagar su deuda
cuando no puedan afrontarla por causas sobrevenidas. Y que, por
tanto, garantice que por tal razón nadie podrá ser desalojado de su
vivienda. Es decir, consenso para una norma estable a largo plazo.
Que esté clara para las partes, bancos incluidos, a ver si así se
aflojan sus escrúpulos.
Lo
contrario sería prolongar la agonía. Inquieta la duración de los
parches. De aquí a dos años, la legislatura debe estar agotada y es
como si se dejara la asignatura para ser dirimida en la próxima
convocatoria electoral, aunque bien mirado, obligará a los partidos
a elaborar una oferta programática en este asunto que les debe
servir, teóricamente, para recuperar fiabilidad. Pero dos años
puede ser muy largo tiempo. La agonía significará ver a entidades
bancarias o financiera en trance de ser más flexibles porque así se
lo ha pedido el poder político. Flexibilidad equivale a renegociar.
Pero como las restricciones gubernamentales no cesan, como las
previsiones son negativas y como las exigencias de organismos
externos apremian, el panorama sigue siendo desolador: habrá más
desahucios porque habrá más desempleo.
O
sea, que la tragedia social sigue su curso. Y sin techo para muchos.
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