Pasados los festejos, hay que poner manos a la obra de la
reforma de la Administración Local, frenada en las últimas fechas del pasado
año después de generosas expectativas que hacían presagiar si no lo mejor, al
menos un acuerdo de máximos entre el Gobierno, la oposición y la representación
institucional de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP). No
ha fracturado la negociación pero los socialistas han hecho saber que, con el
último documento enviado por los populares, aún mantienen distancias que no
hacen vislumbrar un entendimiento total o definitivo.
El caso es que
unos y otros, prácticamente todos, incluso los alcaldes de otras formaciones
políticas, convergen a la hora de señalar que, tal como evoluciona la crisis,
es indispensable afrontar, con voluntad de sostenibilidad, una profunda y
racional reforma administrativa en el ámbito local que ha visto cómo a lo largo
de los últimos se han multiplicado los problemas, no sólo los de la
financiación.
Estos, unidos a
una nueva delimitación de competencias, son, de hecho, los principales
obstáculos para el entendimiento. Las partes, por otro lado, han de tener muy
presente que la causa común en la que trabajan debe preservar los principios de
autonomía que fortalezcan el propio tejido municipal y no debiliten las
conquistas y las estructuras que han ido ganando desde abril de 1979, cuando se
celebraron las primeras elecciones locales tras la reinstauración de la
democracia.
Se trata, en efecto,
de encontrar nuevas fórmulas que permitan apreciar a los ciudadanos la eficacia
y la utilidad de su centro de poder político más cercano. Son los propios
munícipes quienes empiezan a dudar de tales cualidades, tal es el grado de
merma de recursos y restricciones presupuestarias que se ha alcanzado a lo
largo de los últimos años, el límite prácticamente para garantizar prestaciones
básicas. Eso también ha influido, quiérase o no, en la desafección y en el
descrédito que se han extendido entre la ciudadanía a la hora de relacionarse y
mantener la credibilidad en la política.
El
municipalismo es consciente de este rechazo, a menudo exteriorizado
demagógicamente, pero en el que late un fondo de descontento hacia al
mantenimiento de ciertas estructuras públicas o hacia el régimen retributivo de
alcaldes y concejales. Pero ojo, esa repulsa, en algunas casos comprensible, no
debe ser interpretada o aprovechada para ir menguando libertades, conquistas y
hasta representaciones democráticas. Esa austeridad en la que tanto se insiste,
y que tanto se quiere aplicar en la esfera político-administrativa, no debe
significar restricciones que hagan peligrar la propia calidad del sistema
pluralista y de convivencia política. Cuidado, porque ahí puede llegarse a unas
arenas movedizas de las que no sería fácil salir. Podrá ser el terreno más
cómodo y hasta más deseable para determinada ideología o fuerza política pero,
a la larga, el más gravoso y el más pernicioso para el sistema.
De ahí que si hay
que se deba seguir hablando del sueldo de ediles con absoluta transparencia
porque es posible un consenso -es previsible un desmarque de los nacionalistas
si con él mantienen un pulso- aun cuando haya diversidad de factores
poblacionales o presupuestarios para alcanzar el acuerdo. Pero tal es la
demanda de austeridad que llega desde la sociedad, que bastaría un gesto
simbólico de los principales partidos para sosegar. Porque eso no va a resolver
las carencias financieras de las corporaciones pero ayudaría a superar los
abusos y a sobrellevar las quejas.
Quejas que no
son las únicas. Hay que dedicar atención también, por ejemplo, a las tentadoras
privatizaciones de servicios prestados por las administraciones locales. Que
entiendan los ciudadanos que está muy bien que sus representantes, dedicados
por entero a la función pública, dispongan de unas retribuciones ajustadas a
los tiempos que corren; pero que no es menos preocupante lo que tendrán que
pagar en conceptos como atenciones a las toxicomanías, las dependencias, las
asistenciales o los servicios socioculturales en caso de que sean gestionados
de forma indirecta, entre otras razones porque privatizar no entraña mayor
calidad ni eficiencia en la prestación.
En fin, estas
cuestiones, así como el papel de las mancomunidades como alternativa a la
reducción/fusión de municipios, y la disminución del número de concejales en
los consistorios, hacen pensar que la negociación será aún costosa y que hay
ámbitos donde consensuar será un ejercicio que requiere, además de generosidad,
la visión de futuro que propicie un régimen local moderno, estable y eficaz.
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