Tres momentos, tres, para evocar la actividad pesquera de la
ciudad, de las pescadoras, para ser concretos. Hoy, tal actividad ha quedado
sensiblemente reducida; menos embarcaciones y menos personas que se dedican a
faenar. Y hay menos vendedoras -prácticamente, no hay- porque los tiempos, los
enfoques, los hábitos y los métodos son muy distintos.
La pescadería estaba tan cerca de la orilla del muelle que
alguna vez se vio invadida, cuando las mareas de luna llena producían una
crecida y el oleaje llegaba hasta su interior. O cuando algún temporal violento
producía algunos daños materiales. La cercanía era también admirable: desde
allí se dominaba el horizonte y donde terminaban las modestas defensas de un
refugio, siempre tan llamativo y poblado de gente, desde las primeras luces del
alba. Pero admirable también era que las canastas o cestas con el género recién
capturado y recién llegado a tierra pasaran, en apenas unos pasos, a las
bandejas de exposición, a los puestos de venta de aquella singular lonja que,
de vez en cuando, aparecía entristecida porque no había pescado, no había
género.
La pescadería tenía unas barandas de madera, pintadas de
verde, al menos en la época que uno la recuerda. Allí había unas pizarras que
detallaban los precios. Y las balanzas o pesas que estaban muy visibles. Allí
las vendedoras vociferaban también las variedades de género y el coste de cada
una de ellas. Los extranjeros no paraban de disparar sus cámaras y algunos se
asociaban a esa actividad cotidiana que daba vida a este rincón de la ciudad.
Aquella vieja pescadería cedió en el desarrollismo de los
años sesenta, cuando se produjo el traslado al nuevo mercado municipal
construido en la calle Lonjas, cerca de El Penitente, en la explanada que hoy
es la plaza de Europa, y cuando el suelo donde se ubicaba, entre La Marina y el
bar “Cayaya”, fue aprovechado para construir un edificio de viviendas.
La pescadería fue escenario de historias personales
desgranadas entre la ilusión, el desconsuelo y las dificultades de subsistencia
personal y familiar. Desde allí salían vendedoras a protagonizar la economía
del trueque, a cambiar pescado por frutas u hortalizas o legumbres. A veces con
la cesta en la cabeza, recorriendo el pueblo o pateándolo hasta sus límites,
donde aguardaban otras familias y otros clientes. Fueron años difíciles y de
cuyas penurias se salía con la gracia que proporcionaba una oferta verbal
gritada espontáneamente o con una relación preestablecida que aseguraba de
alguna forma parte del sustento diario.
El segundo momento sería en ese mercado. Los puestos de venta
de pescado, no mucho más amplios que los anteriores, estaban en la planta baja,
en un lateral que miraba al mar y que se conectaba interiormente con el pasillo
donde accedían los vehículos de transporte. El muelle seguía estando cerca pero
los usos sociales empezaron a cambiar. Las vendedoras, envueltas los días de
frío en gruesas ropas de abrigo, se afanaban en seguir captando clientela y
hasta terminaron chapurreando algunas palabras de inglés y alemán para general
divertimento de los turistas que se asombraban de aquellas dotes de venta.
Ya no había cestas sobre la cabeza. Ahora había vehículos
-alguno dotado de megafonía- en los que se desplazaba la vendedora hasta las poblaciones
más cercanas. Pero también se había introducido la provisión a hoteles y
restaurantes. Eso alteró hábitos y técnicas de comercio. Los coches isotermo y
los frigoríficos ambulantes sirvieron para dinamizar esa provisión y la
conservación del género.
Pero los años fueron pasando y no se producía relevo
generacional. La instauración de nuevas técnicas de negocio, las exigencias de
la reglamentación sanitaria y el auge del género refrigerado, gran competidor,
fueron factores condicionantes, a los que habría que añadir el que la actividad
local marítimo-pesquera menguara progresivamente. Así se puso de manifiesto -tercer
momento- cuando fue construido el centro comercial “San Felipe-El Tejar” y el
viejo mercado de El Penitente cedía para que se configurara el espacio público
conocido por plaza de Europa.
El centro, que popularmente siguió conociéndose por mercado,
fue el primer intento serio de modernizar las estructuras comerciales de la
ciudad. Hablamos de la primera mitad de la década de los ochenta. El edificio
era flamante, espacioso, modernista. Y con el paso de los años mejoraron sus
dotaciones. Sin embargo, le encontraron peros, alguno de ellos totalmente
injustificado, como la ubicación. A otros les costó asimilar la compatibilidad
de ejercer la actividad de venta directa con géneros muy distintos y en
ambiente muy diferente.
Lo cierto es que se rompió la cadena de continuidad. Las
nuevas generaciones o los herederos no prosiguieron o tuvieron tantas
dificultades para hacerlo que terminaron desistiendo. La competencia se había
multiplicado, por supuesto. Y en las ciudades cercanas, las mismas a donde tres
o cuatro décadas antes se acudía, incluso caminando, para vender el género, ya
disponían de sus propios centros y de redes de proveedores. Las grandes y
medianas superficies, donde se podía encontrar pescado fresco, marisco y otros
frutos del mar, terminaron de apagar la llama de aquellas economías modestas,
de aquel medio de vida, mantenido a base de grandes sacrificios.
En la pequeña gran historia local quedan esos tres momentos,
descritos a grandes rasgos, como etapas de una actividad socieconómica que la
distinguió durante muchísimos años.
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