Han pasado tantas cosas en una semana, desde la jornada
electoral, que es inevitable aludir al predominio de la incertidumbre, presente
y futura, del país venezolano, un país sociológicamente partido, donde el
proceso revolucionario parece palidecer. Cacerolas y cohetes rivalizan en
Caracas ‘la nuit’, como si no hubiera terminado la fiesta, como si hubiera que
prolongar una suerte de insólita celebración. Unos, la disconformidad con el
resultado y el modo de obtenerlo; otros, la permanencia en el poder y la
continuidad del citado proceso.
Pero la
realidad es otra: las informaciones sobre desabastecimiento no son más que la
cara externa de una economía en crisis, acentuada por una devaluación reciente
de la moneda; en tanto que la creciente inseguridad o el aumento delincuencial,
factor en el que convergieron los aspirantes a la presidencia de la República
durante la pasada campaña electoral, hace cada día más complicada la
convivencia. Imágenes de diputados agredidos en plena Asamblea legislativa o el
mismo episodio de la interrupción del discurso de investidura del presidente
electo son pruebas de la radicalidad, no digamos de alguna fraseología empleada
en los discursos de campaña y de los testimonios de familiares y allegados
afectados por esa zozobra de inseguridad.
El chavismo
tiene que empezar a entender que las cosas han cambiado y que sin el líder
natural, por muchas invocaciones que se hagan, el escenario es muy diferente.
El primero en advertirlo fue el presidente de la Asamblea, Diosdado Cabello, a
propósito de la pérdida de más de setecientos mil votos, cuando, en un aviso a
navegantes -¿también a Maduro?-, planteó la necesidad de hacer autocrítica. En
ese escenario, el papel del Ejército sigue siendo reservado. Y la consideración
del imperio como enemigo comienza a ser un recurrente poco creíble, aun cuando
Estados Unidos siga sin reconocer el resultado electoral. Un resultado, por
cierto, que tuvo un coste de seis muertos y centenares de heridos. Demasiado en
una consulta democrática, mancillada con sangre.
A la espera
de despejar algunas incógnitas, Venezuela anda sumida en el laberinto. Que haya
recuento definitivo o no de las urnas puestas en duda, significa mucho para las
partes, el oficialismo y las instituciones por un lado; y el candidato derrotado
por otro. Esa es una. Y la necesidad de replantearse el pacto social, otra. Es
muy difícil tratar de proseguir un proceso revolucionario en las condiciones
que queda un país tras la desaparición de un liderazgo unipersonal muy acusado
y afectado por problemas internos de coexistencia sociológica. Si en el
escenario aparecieran otros elementos que, en sí mismos, significaran más
complicaciones, estaríamos ante una intrincada jungla cuya salida es difícil
vislumbrar. Por ejemplo: esas amenazas de no reconocimiento de los mandatos
populares, o incluso de prisión, son pruebas de querer hacer absolutamente
irreconciliable cualquier intento de aproximación y de respeto a las reglas del
juego.
Ni siquiera
en las socorridas invocaciones a la divinidad o a las abstracciones de la religiosidad,
de muy difícil entendimiento en un proceso revolucionario, hay fundamentos para
encontrar un horizonte mínimamente despejado.
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