A punto de alcanzar el ecuador del mandato, a
los ayuntamientos españoles les falta cruzar el Rubicón de una importante
reforma legislativa sobre la que aún, por cierto, no existe un acuerdo político
de calado que la haga creíble y sostenible.
Sobre
esta importante lámina de incertidumbre y bajo los condicionantes de la crisis,
que ha hecho reajustar presupuestos hasta límites insospechados, han venido
trabajando los municipalistas de todos los signos políticos para mantener a
flote las instituciones, o lo que es igual, para procurar que los ciudadanos y
los vecinos sigan viendo a los ayuntamientos, en un extendido clima de
desafección política, su centro de poder más cercano, la referencia más próxima
a la hora de impulsar una solución a sus demandas.
Muchos
e importantes sacrificios han tenido que hacer a lo largo del presente mandato.
Quien más quien menos ha sacrificado proyectos y ha renunciado a la realización
de actuaciones. En la tesitura actual, se han visto obligados a priorizar y son
las necesidades sociales más perentorias las que han que han merecido una
atención preferente. Nunca mejor dicho lo de tener que administrar la miseria: con
recursos menguantes, seguro que con resultados dispares, más o menos
satisfactorios, tratando casi siempre de no renunciar y de dejar a salvo la
autonomía municipal.
Ha
sido una etapa de penurias, desde luego, que empieza a dejar un reguero de
cifras contradictorias. A la pregunta de si está mereciendo la pena el
inconmensurable esfuerzo, traducido en ahorro, servicios de menor calidad,
menores prestaciones y más impuestos, la respuesta es significativa: en el
primer cuatrimestre del año, las entidades locales han registrado un superávit
de dos mil trescientos millones de euros. Es el dato más positivo en la
evolución del conjunto del déficit público estatal pues ha contribuido a
reducir el déficit conjunto de las administraciones al 1,19% del Producto
Interior Bruto (PIB).
Sin
embargo, la buena marcha de la contabilidad local no despeja las inquietudes ya
que el conjunto de la deuda pública sigue creciendo y el nivel de endeudamiento
medio de las instituciones locales, a la vista de los resultados del cierre del
ejercicio del pasado 2012, ha seguido aumentando, paradójicamente como
consecuencia del Plan de pago a proveedores. Las cifras que se manejan arrojan
una deuda media por habitante de 744 euros, sin duda muy elevada.
Esto
equivale a decir que, salvo casos puntuales en los que se contrasta el
saneamiento económico-financiero de las corporaciones locales, muchas están
hipotecadas. Y de persistir las circunstancias, les será muy difícil liberarse
de importantes cargas. Tendrán que timonear alcaldes y concejales delegados de
Hacienda, a sabiendas de que aún deben tomar medidas muy duras que llevan
aparejadas, inevitablemente, un malestar social. Sin ir más lejos, y a la
espera de los resultados de la reforma legislativa, a ver cómo afrontan la
privatización de los servicios sociales municipales, principalmente las
localidades de menos de veinte mil habitantes.
Ello
nos hace temer que volveremos a escuchar criterios estrictamente economicistas
para justificar tales medidas de privatización. Pero los ediles son conscientes
de que no valen para la gestión cotidiana, para afrontar el día a día con los
vecinos más afectados que dependen, algunos desde hace años, de los
trabajadores sociales que son los que conocen de verdad las tribulaciones. Al revés, de consumarse la privatización,
cabe dudar del cacareado ahorro en la estructura municipal y en el ejercicio de
las competencias. Sucederá lo contrario: los servicios públicos se van a
prestar seguro que con menor eficacia y con un coste más elevado para los
ciudadanos. Además de la incidencia en el desempleo, claro.
A
la espera de la reforma, el panorama local sigue siendo, desde luego, bastante
sombrío.
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