Era una sección fija en los
periódicos hasta hace muy poco. Pero hay ediciones en las que ya no se publica
ni una. Era una especie de refugio de los más osados, de los perennemente
disconformes, de los opinadores y de los aludidos, de quienes aspiraban a ver
su nombre impreso y a sentar cátedra sobre cualquier asunto, no importa que
fuera doméstico. Era el espacio tipo que se manejaba a conveniencia, incluso
para rellenar huecos. Allí, en una esquina de la página, abriendo o en la mitad
inferior derecha estaban las cartas al director.
Había quienes las escribían todos los días. Hasta que eran detectados
en las redacciones y empezaron a ser no publicadas. Auténticos especialistas en
ámbitos tan dispares como el fútbol o la política local vertían su parecer.
Dispusieron de espacio y se extendían hasta que mermó la proliferación porque
menguó ese espacio y la normativa o el libro de estilo del rotativo -escrito o
verbal- obligaron a reducir y a ajustarse, so pena de que el original fuera a
la papelera. Algún escrito indujo más de una polémica que duraba varias fechas,
más cuando la publicación se hacía en cabeceras diferentes. En todo caso,
quienes las revisaban o corregían estaban al tanto: respeto a la pluralidad,
nada de insultos ni de acusaciones que no se pudieran probar. Esas, más o
menos, eran las reglas básicas para evitar los trances de una posible judicialización.
Pero
también fue un recurso para las propias redacciones, en donde algunos que
habitaban, motu proprio, o porque les
hicieron un encargo o porque querían puntualizar o salir en defensa de alguien
que había sido atacado, las elaboraban, les ponían un nombre ficticio o las
firmaban con un seudónimo y las publicaban, claro.
Puede que, en algunos casos, llegara a ser la posada más crítica
del periódico. Era posible leer cosas o hechos que crónicas y comentarios no
reflejaban. Hubo casos en los que colaboradores fijos, cuando traspasaban
ciertas delgadas líneas o escribían en discrepancia con la línea editorial o
informativa, vieron sus textos en la sección, como una carta más. Pero, ya con
varios años de andadura democrática, fue palideciendo esa condición. Algunos
habituales se aburrieron y dejaron de escribirlas. Recordamos en algún debate
haber sostenido que en los periódicos insulares ya no eran críticas ni las
cartas al director. Era una forma de significar el acriticismo mediático o la
indolencia de la sociedad canaria.
Y ahora, el aperturismo de los medios y las redes sociales
parecen haber dado el tiro de gracia a las célebres –o no tan célebres- cartas
al director. Las facilidades para dejar un comentario o interactuar hacen mucho
más sencilla la publicación de un parecer. Comparen con otras épocas:
mecanografiar, acompañar copia del carné de identidad, remitir por correo o
llevar personalmente el texto a la sede del periódico eran, en síntesis, los
pasos. Y esperar la aparición, que podía tardar unos días. Ahora estamos a un clic y se publica al instante: no hay color. En las redes, ya saben,
ni siquiera hay un director al que dirigirse y solicitar la publicación: más
fácil todavía.
Entonces, las cartas al director se han convertido en una
añoranza periodística más. Nadie dijo que fueran a durar toda la vida. Pero
seguro que hay quien las echa de menos.
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