La abundancia de censuras
abunda en la inestabilidad de la política canaria, principalmente en el ámbito
de las instituciones locales. Desde que las agitara José Carlos Mauricio, allá
por 1991, en el Cabildo de Gran Canaria, para desbancar a Carmelo Artiles, la
utilización excesiva de la figura, absolutamente legal y concebida para
corregir o mejorar el funcionamiento de los gobiernos y sus órganos, va degenerando
y termina por causar repulsión. Una ciudadanía bastante harta de la política,
hasta el punto de haber casi agotado el depósito de la credibilidad, tiene que
soportar encima los vaivenes de las ambiciones políticas y de los
personalismos, los juegos de poder convertidos en caprichos, las incoherencias
y los cambios de rumbo en pleno mandato. Lo que supone esto último es también
otra de las cargas que hay que sobrellevar.
Ni siquiera las modificaciones legislativas encaminadas a
superar imperfecciones y los intentos de los principales partidos políticos
para arrinconar el transfuguismo y su perversa intervención, que ha llegado a
adulterar el sentido expresado por la voluntad popular en las urnas, han
frenado la fiebre de las censuras que posibilita, téngase presente, las más
insospechadas alianzas que ponen al desnudo, por cierto, las incoherencias
ideológicas.
Unos más que otros, casi todos los partidos han padecido las
consecuencias de las censuras, a veces en el curso de un mismo mandato. Y eso
que la desmemoria juega a favor: donde las dan las toman, pero apenas se
esgrime o se habla de revancha. La praxis hizo que en algunas de ellas hubiera
episodios insólitos de cargos públicos amenazados, otros escondidos, otros
huidos y otros bloqueados. Sin que sea un jeroglífico, con el paso del tiempo
se descubren los móviles de la iniciativa y hasta los intereses que la
inspiraron.
Pierden los ciudadanos. Desde casi todos los ángulos, sí. Aunque
no se quiera, aunque se fuerce en sentido contrario, la máquina administrativa
sufre, cuando menos, una ralentización. Hasta que recupere el ritmo normal,
pasa un tiempo y un inevitable proceso de adaptación. Pero la toma de
decisiones, entre los rumores, las presiones, las expectativas, las
informaciones, las especulaciones, la presentación, la convocatoria y la
celebración del pleno donde ha de materializarse el cambio, se resiente. Un
cambio de rumbo, vuelta a empezar. Censurantes y censurados dicen tener
presente a la sociedad a la que se deben, pero es difícil evitar la crispación.
El cisma se hace pueblo y habita en él, con heridas que ojalá suturasen cuanto
antes. En eso también sale perdiendo. ¿O es que tras alguna censura de las que
se conoce se ha obrado algún milagro?
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