Unos escolares,
espectadores de una sesión parlamentaria, preguntaban días pasados cómo era
posible que allí se deslizara un error ortográfico hasta producir un reproche
entre diputados. Otros se sorprendieron del uso equivocado de un vocablo y
otros detectaron la falta de concordancia en los tiempos verbales de una
intervención.
La situación vale para redescubrir la
importancia –mejor dicho: el valor- de las palabras, a menudo mal empleadas, no
solo en una institución pública sino en los mismos medios de comunicación. He
aquí lo grave, por lo que cabe insistir, sin ánimo de aparecer como un celoso
guardián del lenguaje escrito. Errores los cometemos todos y cuando son
advertidos, hay que corregir de inmediato. De modo que hay que agradecer a
quienes los señalan y los hacen ver con el mejor ánimo. Se trata de no
reincidir: hasta feo estaría.
Abundan también las faltas, los términos
inadecuados y no digamos la incoherencia de las formas verbales. Pero en ese
universo, donde el corrector automático debe disfrutar de largas vacaciones, es
muy difícil meterse a rectificador: es tan heterogéneo el universo de usuarios
que más de uno se revuelve, no acepta la corrección –aunque esté hecha con
pulcras formas, para no molestar, ¿entienden?- y encima replica con algún
denuesto o te despide a cajas destempladas. No es que se disculpe lo de las
redes dando por imposibles los mejores intentos pero admitamos que la
abundancia de errores tenga una complicada solución.
Volvamos al ámbito mediático, donde
estriba el problema en un texto informativo, en una crónica enviada desde
cualquier punto, en la moderación de una tertulia, en la conducción de un
espacio o en una intervención improvisada después de que alguna circunstancia
alterase el guión. Ahí los fallos son más visibles. Apenas caben disculpas
cuando se registran en medio de conexiones de alcance para informar de
situaciones críticas, emergencias o accidentes. Y ninguna cuando se supone que
hay una introducción o unas notas previas para dar paso a un invitado o a la
información propiamente dicha.
Y es que una palabra mal dicha o mal
empleada puede cambiar casi todo o echar a perder una buena información, por
trabajada o por oportunidad. El periodista y catedrático colombiano Carlos
Yarce llega a hablar de “la palabra humillada por el periodismo”. La palabra
debe ser cuidada al máximo, con esmero. Los oyentes de un programa radiofónico
se quejaban días pasados de la plétora de tacos, soeces, insultos y voces
malsonantes en muchos espacios audiovisuales. Esa chabacanería es reprobada,
por lo general. Alguna culpa tenemos locutores, comentaristas, colaboradores.
“La prensa humilla la palabra –escribe
Yarce- cuando la banaliza, la trivializa, la hace vehículo de la pasión, del
odio, de la violencia o del consumismo”. La precipitación, el afán de salir
antes, las ganas de figurar y, sobre todo, la falta de criterio y de análisis,
tienen mucho que ver con lo que decimos. De ahí la necesidad de hablar y
escribir con propiedad, de estar seguros en la utilización de los términos para
informar u opinar con el máximo rigor. No dejemos que una palabra inadecuada
eche a perder un texto, una crónica o una pieza. Hay que ser estrictos. Y ante
la duda, consultar.
El propio Carlos Yarce lo sentencia: “El
compromiso de los medios con la palabra es exaltar la palabra, dignificarla… Lo
que importa, en último término, es dejar a un lado los compromisos –de amistad,
políticos, de conveniencia- que alejan de la verdad y luchar por lo que
necesita la sociedad”.
Reiteramos nuestro consuetudinario agradecimiento a los colegas de La Hoja del Lunes, que nos privilegian con la conexión semanal del gremio.
ResponderEliminarFelicito desde mi insignificancia de ostracismo al señor García Llanos por su comentario magistral, que afronta carencias familiares, escolares y universitarias en la formación idiomática de los colegas jóvenes, con resultados ostensibles de errores, omisiones y malentendidos que a veces desorientan, desinforman o malinforman al público, por desconocimiento de la herramienta fundamental del periodista, que es nuestra sabia y rica lengua.
Saludos muy cordiales
Farenga, ya de vuelta en Tenerife.