Está en su papel el
ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, cuando pide a un comisario europeo
que respete al país, a sus instituciones y al Gobierno. Y hasta puede que tenga
razón cuando justifica la modificación de la Ley se Seguridad de 1992 al estar
en marcha la reforma del Código Penal. Pero no puede negar el ministro que la
nueva Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana nace con un clima
social animadverso y unas percepciones externas muy claras de limitar derechos
ciudadanos, como los de la libre expresión y la protesta pacífica, sancionando,
de paso, conductas o comportamientos que los jueces no han considerado delito.
En ese sentido, el argumento justificativo de la reforma, sancionar, por
ejemplo, a quienes queman contenedores en la calle, es bastante frágil.
El ministro Fernández se incomodó, ciertamente, cuando el
comisario responsable de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Nils Muznieks,
cuestionó la conceptuación de determinadas figuras o infracciones que por tal
motivo serán sancionadas. “¿Cómo va a saber la gente si está o no violando la
Ley”?, llegó a preguntarse Muznieks después de señalar que, en su opinión, se
debería velar por la seguridad, de acuerdo, “pero sin interferir demasiado en
la libertad de reunión y de manifestación”.
El rechazo social a la Ley, aún sin entrar en vigor, empieza a
ser clamoroso. Todo indica que hay un sustrato ideológico de autoritarismo y
una tendencia a criminalizar la discrepancia que resultan preocupantes. El
Gobierno quiere ciudadanos dóciles, acríticos, inactivos, temerosos o
desmotivados, acaso sin percatarse de que cuantas más limitaciones o
restricciones, hay más terreno cultivado de descontento que terminará
produciendo algún tipo de estallido social. Las restricciones que ha ido imponiendo
el ejecutivo, primero de derechos sociales y ahora de civiles, por muy
amparadas que estén en mayoría parlamentaria, no son buenas para la convivencia
ni para la calidad democrática a la que aspira cualquier gobierno.
Así que, discutida en Europa y sin otro respaldo en España que
el de una representación sindical policial, habrá que aguardar cómo se
posicionan los grupos parlamentarios en el curso de la tramitación de la norma.
Al Gobierno no le importará volver a quedarse solo pero ha de ser consciente
del desgaste y de la impopularidad del ordeno y mando que parece inspirar esta
modificación legislativa que, desde luego, no está a la altura de las
exigencias de la sociedad de nuestros días que poco tienen que ver con la
alienación y cuya protección de libertades no está ni mucho menos garantizada.
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