Hemos estado en la Punta
del Viento. Desde allí pudimos sentir el toctoc
potente de la grúa perforadora.
Desde allí seguimos durante unos minutos su acción destructora de un muro que
ni siquiera molestaba. No respetaron su historia ni la concepción original. Sin
sentimentalismos ni fatuidades, desde aquel mirador privilegiado, nos dolió la desaparición de un trozo de la
ciudad, de un elemento constructivo de un paseo convertido en arteria de
tránsito peatonal, en un bulevar en el que César Manrique dejó su sello. Con un
defensor del medio ambiente y del patrimonio urbano que por allí pasaba, apenas
unas expresiones de desahogo lastimero en la breve coincidencia. Se
concatenaban, al rítmico toctoc del
punzón rompedor, sensaciones de impotencia, indolencia, manipulación,
insensibilidad… Todo lo que se necesita para que ver cómo cae un pueblo... y no
pasa nada.
Se empeñaron en borrarlo y lo han conseguido. Mejor
dicho, lo están consiguiendo. Ni un contencioso en los tribunales ha frenado el
empecinamiento aniquilador de los promotores y autores de este proyecto que no
han sabido explicar el por qué de ese afán destructor. Parte del pueblo y los
usuarios habituales, portuenses de bien y ciudadanos que simpatizaron y
estamparon sus firmas, decían sí a la remodelación y se negaban a que el
patrimonio con el que se han identificado fuese destrozado. Ni la aparición de
las cuevas que obligan a hacer un modificado del proyecto y gastar más dinero
por no haber hecho los estudios geotécnicos correspondientes y el
empecinamiento en no abrir la zona de baño en verano, a pesar de que el Cabildo,
hace pocos días, anunció que lo haría.
Y en hablando de justicia, ¿sabían lo que hacían quienes
ordenaron la ejecución del derribo del muro de San Telmo sin que el juez haya
resuelto la cuestión de fondo? Supongamos que Su Señoría, la que decidió una suspensión
cautelar de los trabajos y fijó el abono de una cantidad de sesenta mil euros a
los denunciantes que no pagaron, valora ahora que los estudios y documentos
aportados acreditan los valores históricos y socioculturales que aconsejaban su
conservación. Y con esa interpretación, determina la reposición del muro
destruido. ¿A quién o a quiénes se le piden responsabilidades? ¿En cuánto se
incrementaría el importe del proyecto?
No han faltado ni las exhibiciones de fundamentalismo
obtuso ni las provocaciones cada vez más abundantes en la ciudad ni la voluntad
de refocilarse en la caída del muro exagerando presencia de insectos y evocando
hasta necesidades fisiológicas de juventud. El muro valía mucho más que todo
eso. Jamás estuvieron a su altura. Cómo contrastan esos hechos con las
manifestaciones cívicas, con el acogimiento a los soportes del Estado de
derecho, con la incursión en los vericuetos administrativos, con la constancia
de quienes se oponían concentrándose domingos y festivos ya hiciera frío o
calor y explicando a transeúntes y a los extranjeros, en su idioma o con
signos, cuál era el significado de su protesta y de sus gritos antidestrucción.
Queda acaso, el próximo domingo por la tarde, el último. Puede que no sirva de
nada pero, al menos, quedará en la historia como símbolo de una resistencia a
la destrucción y a la incomprensión. Ni el mejor resultado, fíjense bien, del
proyecto que se ejecuta, podrá apagarlo o mitigarlo. Estamos seguros de que en
el seno del gobierno local hay dosis de disconformidad y hasta preocupación por
las repercusiones venideras.
Porque
San Telmo, el bulevar, ya nunca será igual. Guardemos, conservemos las fotos,
los recortes y los documentos para que las generaciones futuras sepan cómo era.
Y para que comparen.
Aunque
ya no sea posible que circule en redes sociales una frase o un pensamiento
popular: “Y el muro, siempre el muro”.
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