Queda en el paisaje
postelectoral y pactista la nebulosa partidista anunciada de los cargos
públicos -¿y orgánicos?- a los que será abierto expediente disciplinario a raíz
de los incumplimientos de las indicaciones cursadas para orientar el sentido
del voto en el momento de elegir al alcalde, siguiendo las directrices
políticas de quienes negociaron (CC y PSOE) para sellar una alianza de este
color en aquellas instituciones donde consideraban que era precisa.
La suerte siempre incierta de este tipo de iniciativas se
acentúa desde el momento en que dirigentes de ambas formaciones han elevado el
listón “con el fin de revertir la situación”, ya plasmada, por cierto, con
resultados y decisiones que repercuten directamente en la composición de
corporaciones. El Cabildo Insular de Tenerife y el Ayuntamiento de San
Cristóbal de La Laguna siguen a la espera de un acuerdo -hoy habrá una reunión
que se antoja decisiva- para despejar las incógnitas que se ciernen sobre tales
instituciones.
Será interesante contrastar la voluntad de los órganos
partidistas cuando se trate de manejar la realidad más allá del cortoplacismo
que significa la toma de decisiones y su incidencia en aquellos lugares donde
realmente se pueda cambiar el escenario para modificar, ni más ni menos, que la
gobernabilidad. Hasta ahora, las situaciones de este tipo se han lidiado de
forma desigual, entre recelos, conveniencias e intereses, pero, sobre todo, con
laxitud y cierta manga ancha: a la dirección de los partidos cuesta adoptar
determinaciones basadas en aspectos disciplinarios, no quiere conflictos
internos y si sobrevienen, prefieren que el tiempo abone el olvido o haga
reconsiderar juicios por la vía natural.
Pero hay episodios de lo que denominan ‘vieja política’ que
colisionan claramente con las exigencias de los nuevos tiempos, cuando hacer
que interese la política o que ésta desprenda credibilidad requiere actos y
decisiones que no signifiquen un dejar hacer, un dejar pasar que, en el fondo,
sea una expresión de irrespeto para todos y en todos los sentidos. Y son los
órganos de los partidos los llamados a no mirar hacia otro lado. Han de ir al
núcleo de los problemas para su resolución, puede que dolorosa o severa, pero
inevitable. Si disponen de estatutos que consignen régimen disciplinario y de
códigos éticos que han elevado el nivel de cumplimiento y respeto a las
decisiones que tomen los órganos de dirección, están obligados a ser
consecuentes. ¿Para qué sirven si no?
Los militantes, por otro lado, han de entender que no pueden
conducirse al libre albedrío cuando ingresan en una organización política que
funciona con arreglo a fundamentos democráticos y que está jerarquizada. Si se
está, es para participar y con este verbo, aceptar o acatar, no para cultivar
un ‘panchovillismo’ o una suerte de anarquismo que confunde, bloquea y merma
seriedad. Si ese es su estilo o ese es su fin último, que funden su propio
partido y hagan de él lo que les plazca.
Ha terminado siendo un lugar común la carencia de cultura
política o democrática en amplios sectores de la sociedad y aún en el ámbito de
los propios partidos. No falta razón a quienes lo esgrimen cuando asistimos a
episodios que se alejan de la seriedad, de la sensatez y de la aplicación
normal de los mecanismos internos reguladores. Parece llegada la hora de
esmerarse, bases y dirigentes, con tal de impedir o prevenir las disfunciones.
Se juegan mucho, en ese sentido, nacionalistas y socialistas
con vistas al futuro. Hasta cuentan con algún soporte legal para hacer valer
las medidas que pongan a los incumplidores o indisciplinados contras las
cuerdas, que pueden ser también las de la subsistencia económica. En una época
en la que la desafección política gana terreno -los registros de
abstencionistas en Canarias el pasado 24-M son muy significativos-, obrar con
permisividad o inhibirse cuando no debe hacerse es francamente peligroso. Puede que haya que aguardar, incluso a trances como las próximas elecciones legislativas. Pero no mucho más allá pues si los partidos implicados no actúan con coraje y determinación, si no hacen uso de sus códigos y si van a dejar que siga girando la noria de las individualidades en el propio interés o capricho de éstas, flaco favor estarán haciendo a la democracia. Es una de las pocas cartas que les queda para que se contraste su misma capacidad de regeneración política. Si, por el contrario, su desempeño en esta materia es firme y decidido, si se apoyan en convicciones y preceptos éticos y estatutarios, se avanzará en cultura política y en calidad democrática.
Que buena falta hace.
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