Todo da a entender que llegan las vacaciones con la
incertidumbre a cuestas de la vigencia del calendario de la Ley Orgánica para
la Mejora de la Calidad Educativa
(LOMCE) cuya paralización inmediata -junto a la convocatoria urgente de la
conferencia sectorial durante lo que resta de julio- han solicitado al ministro
de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, el Partido Socialista Obrero Español y las
comunidades autónomas donde gobierna.
Si no hay
entente con el ministerio, preparémonos para un comienzo de curso conflictivo.
Lo que se pide, sencillamente, es no poner en marcha la implantación de las
enseñanzas de Educación Secundaria Obligatoria (ESO) y Bachillerato, programada
para el próximo curso escolar, así como las denominadas evaluaciones finales de
etapa. Quienes se oponen a la Ley, fraguada y aprobada durante la etapa de José
Ignacio Wert al frente del departamento, siguen reivindicando diálogo pero
deben ser conscientes de que el tiempo se echa encima. Son vacaciones, comienzo
del curso y convocatoria electoral de forma muy seguida. Aún así, seguirán
intentándolo, basándose en la carencia de homogeneidad en la fase inicial de la
implantación, en la necesidad de aumentar los recursos para becas y en la
recuperación de los programas de cooperación interterritorial.
El caso es
que si la LOMCE ha ocasionado malestar y desconcierto desde su aprobación, a
medida que se aproxima el comienzo del curso escolar 2015-16, tras un cambio
político en muchos territorios, ahora nos encontramos en una fase determinante.
El dato del rechazo a la Ley en comunidades que alcanzan el setenta por cierto
de la población educativa es significativo. Por eso decíamos que había que
estar atentos, porque tras la reunión de responsables socialistas se ha
anunciado una campaña de acción social y política orientada a la paralización
del calendario planificado.
Confiemos en
que las discordias no distorsionen el arranque del nuevo ciclo ni perjudiquen a
la comunidad educativa, alumnos y padres incluidos. Si las partes, en efecto,
están de acuerdo en alcanzar unos mínimos de estabilidad en la normativa en la
que ha de basarse el funcionamiento del sistema, no tienen más remedio que
agotar las vías de diálogo hasta lograr unos acuerdos que favorezcan el
desarrollo de un modelo avanzado y cada vez menos sujeto a vaivenes políticos.
Tener en la
educación una fuente de conflictos casi permanente es abonarse a serias
incertidumbres, por decirlo suavemente.
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