(A Carmen Cruz Ruiz, cuya ausencia lamentamos y cuyo
restablecimiento deseamos)
Allí
empezó todo. Allí se fraguó todo. El barranco, el fuerte, el campito, las
plataneras, la foguetería... El territorio de la memoria estaba expedito para
que Juan Cruz Ruiz hiciera un periplo diferente, junto a quienes le siguen en
artículos y novelas, retornando a los orígenes que mostraba recordando con
milimétrica precisión. El tiempo ha pasado, claro, pero aquellas escenas,
aquellas voces, aquel ambiente se conservan imborrables. Como los primeros
ingresos por rellenar cohetes y el papel de chico de los mandados, a la venta o
a la casa de algún vecino. Como el ruido de la escorrentía y como el silencio
que predominaba en el barrio que crecía desordenadamente al margen del
desarrollismo turístico operado en otros sectores del municipio.
Quienes acudieron a la cita conocieron
la Calle Nueva, el nexo entre San Antonio y La Vera. La calle ciega (sin
salida) de la casa familiar, acaso por eso denominada Malteveo. Contrastaron su
humildad y su proximidad, la personalidad de quien habla de infancia y
adolescencia como muy pocos podrían hacerlo. Las ancianas del lugar pasaban y
se paraban y le decían ¡Juanillo! “Aquí estoy, mandándome un rollo” que unos
escuchaban embelesados mientras otros tomaban nota y más de uno descubría, en
riguroso directo, las esencias del periodista y del escritor, un relato que -es
lo bueno- suena siempre a primera vez.
Allí estaba todo. Todo lo de entonces.
Hasta los restos de aquel poema, 'If', escrito en la fachada de la casa, subido
a un taburete y borrado con las uñas. Nunca imaginó Kipling aquella
resucitación. Era la casa del calzado rudimentario para ir a jugar al campito;
de las noches interminables con los remedios caseros elaborados por la
sabiduría materna; de la radio para escuchar todo lo que se podía entonces y
sancionar personalmente la sintaxis; de la caja del dinero que el padre no
sabía dónde guardaba; del 125, que no era un modelo de utilitario sino los tres
dígitos de un modelo de teléfono antediluviano que necesariamente pasaba por la
centralita y desde el que rompió la
virginidad del género de la entrevista para convertirse, como no podía ser de otro
modo, en imborrable; del patio; de los primeros libros devorados con fruición;
de los suecos en la foto y del comedor donde Carmela, ausente por un quebranto
de salud, servía incomprensiblemente al mismo tiempo el pescado y la carne.
Aquel era el núcleo, el fértil y
ubérrimo territorio de la memoria, donde el escritor portuense estaba en su
salsa, explicando con minuciosa precisión las vivencias y las experiencias,
retrotrayéndose al pretérito perfecto, del que habla sin reservas, como si aun
quedaran vericuetos que atravesar. Y plasmar.
Todo sigue siendo familiar e intimista
en aquel territorio pero hay que reconocer al escritor portuense que haya
agradecido con emotividad el acompañamiento y haya universalizado tales valores
en su escritura, tan realista y tan asequible a su vez para la imaginación
interpretativa. Este fue un viaje, un recorrido diferente. Lo hizo como sabe:
con lucidez y sin regatear un solo episodio.
Si todos tenemos un pasado, que Cruz se
enorgullezca del suyo es natural.
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