“Para hacer esta muralla/ tráiganme
todas las manos...”. Evocamos brevemente los versos de aquella composición del
periodista y poeta cubano Nicolás Guillén para condensar los afanes de los
habitantes de este pago portuense, Los Nidos, al que acudimos gustosamente para
anunciar sus fiestas anuales en honor a la Cruz de San Luis, sin duda su
símbolo principal, el que anima e inspira tales afanes, el que une a sus
vecinos y el que se erige como seña de identidad.
Está
la Cruz. Y está la muralla. Y están las ideas del hombre. Y su voluntad, su
gestión, sus demandas, su lucha a favor de los avances sociales o, más simple,
de mejores condiciones de vida.
De
todo eso saben en un núcleo de nombre acogedor, que sabe a refugio y que
irradia ilusión. Los Nidos empezó siendo un caserío condicionado por una
carretera sobre los hombros y por complejas calificaciones urbanísticas ante
las que algunos no se arrugaron. Al contrario, decidieron desbloquear
obstáculos en pos de una ordenación racional, de unas mínimas dotaciones y,
sobre todo, de una mejor accesibilidad.
Es
la muralla, son las manos para edificarla. Entre todos, con su esfuerzo, ven
cómo cambia la fisonomía del territorio y del sector, asisten a la
transformación de su realidad física más próxima. Había unas escaleras, de
tierra y barro, luego mejoradas con cemento, el primer modo de llegar y salir.
Traer la compra, dejar el coche en la misma carretera, utilizar carretillas,
trasladar enfermos entre vericuetos, la lluvia, los charcos, el barro y los
agrestes pedregales de los que en verano parecía brotar fuego. Bajar y subir,
cuántas veces. Había una rampa de hormigón que servía de acceso. Y un cuarto
para los residuos, tan mal utilizado y tan molesto que fue necesario
derribarlo. Días de calor y lluvia, siempre con la misma atmósfera y con ruidos
motorizados, solo mitigados con el canto temprano de los gallos y el trino
matinal de los pájaros, entre el aroma y la frondosidad de los platanares.
Hasta que esa rampa de acceso cambió la forma de llegar y salir, hasta que los
coches, tan determinantes en la sociedad de nuestros días, hicieron acto de
aparición. Y circularon para dar sentido de modernidad y facilitar la
movilidad. Es otra etapa de su reducida pero laboriosa historia.
Los
Nidos, según descripción del animoso y atento vecino José Peraza Hernández,
empeñado en plasmar vivencias de todo cuanto acontece en La Vera desafiando
cuantos imponderables van surgiendo, escribe en la única obra que trata de los orígenes, las características y
la población del barrio, que “Los Nidos
se encuentra bajo el manto de la Cruz del Fraile de La Montañeta; desde esta
montaña, junto a la ermita que la preside, se observa un entorno envidiable, al
alcance de pocos”.
En
efecto, esa publicación, prologada por el memorialista portuense Melecio
Hernández Pérez, es el reflejo de la preocupación del autor “por historiar las
zonas periféricas”, es decir, aquéllas que parecen alejadas del núcleo urbano
central o principal, donde se piensa que nunca pasa nada, y si pasa, no tiene
importancia, salvo que se trate de una desgracia.
Pero
ahí sí que ocurren cosas. Ahí está la gente, ahí se asientan y crecen las
familias, ahí conviven las personas y las generaciones que no se conforman, por
lo que trazan horizontes -el de la fiesta es uno de ellos- y aspiran a culminar
hechos pendientes. El ánimo de quienes aquí habitan ha de seguir latente en pos
de las consecuciones que todavía no se han materializado. Por tanto, no es
cuestión de dejar caer, rutinariamente, las hojas de almanaque sino de formular
propósitos y aunar esfuerzos, de seguir reivindicando porque nada se hace ni se
logra sino es con dedicación y con sensibilidad de quienes tienen que
demostrarla.
Como
la acreditaron Julia Luis Marrero, Esteban Padilla Acevedo y Antonio González
Pérez, ediles que fueron de corporaciones municipales en las que sus
respectivos cometidos tuvieron mucho que ver con la canalización de las
aspiraciones vecinales y la negociación con propietarios de suelo, afectado por
determinaciones de planeamiento y en donde se ejecutarían los proyectos de
urbanización y acondicionamiento.
En
esa reducida historia a la que aludimos, sin intentar siquiera reverdecer
laureles, hay que valorar la voluntad
del gobierno local del mandato municipal que marcó el tránsito entre
siglos para contar con la participación de los vecinos. Así cristalizaron la
primera fase del proyecto de accesibilidad que no existía y la segunda
consistente en un tratamiento de traslado de la hornacina de la Cruz por
entender que no era la más funcional.
De
modo que había que resolver un evidente problema de incomunicación si no de
aislamiento. Permitan que haga una síntesis de la tramitación seguida entonces.
Se trataba de actuar sobre un suelo afectado por el uso público especificado en
el planeamiento urbanístico. La propiedad solo tenía obligación de cederlo
cuando fueran urbanizados otros terrenos, por lo que se inició una negociación
dura, prolongada en el tiempo. La legítima posición de la propiedad, impregnada
del recelo que suponía no ver correspondidos sus derechos, hizo aún más
complicada aquella negociación. Hasta que fructificó con un acuerdo que
desbloqueaba las dificultades y satisfacía los intereses generales. Bien es
verdad que el objetivo de un dotacional de esparcimiento público -siempre
ateniéndonos a las directrices de planeamiento- se convirtió, a la larga, en un
aparcamiento. Peraza, con cierto alborozo, relata lo ocurrido un 19 de febrero
de 2003: “Por fin se inician los trabajos. Ese día, la lluvia recibe a los operarios.
Los vecinos, desde las azoteas y ventanas, no daban crédito a lo que veían.
Alguien comenta que el chubasco era apropiado para calmar la polvareda que
levantaba el paso de los vehículos pesados. Algunos, emocionados, derramaron
lágrimas; la alegría era indescriptible”. Y remata con estas frases: “El
comentario general de los vecinos del barrio de Los Nidos es que aquí había
gente luchadora; los mayores no quieren dejar este mundo hasta que vean
finalizada una ilusión que se ha cumplido pero que se dilató en el tiempo”.
El
presupuesto de las obras ascendía a casi ciento noventa y cuatro mil euros.
Fueron dirigidas por el ingeniero Humberto Hernández y ejecutadas por la
empresa constructora ‘Probisa’.
Peraza
cuenta con detalle los orígenes y las características del barrio. Su relato se
remonta a cuando un niño, Esteban, que jugaba a monaguillo y hasta improvisaba
procesiones, vio cómo su padre carpintero un día le prometió una cruz que
terminó emplazada en un rincón hasta que los mismos vecinos construyeron una
hornacina que fue demolida cuando se ejecutaron las obras para ser trasladada a
otro lugar cercano. Una imagen de San Luis, adquirida en el entonces Hogar
Santa Rita, de Punta Brava, fue cedida por la comisión de fiestas de 199 que
presidía Pedro González González. En Los Nidos, en la calle de unos doscientos
metros, también prima la autoconstrucción. En la memoria de su fisonomía se
almacena aquel solar o descampado, donde instalaron un tablero de baloncesto y
hasta pintaron una zona y donde chicos y grandes jugaron, se entretuvieron y
hasta bailaron.
Este
es el núcleo tan apreciado por las familias que resistieron el paso del tiempo,
los Abrante, los Ramos, los Trujillo… Perdonen si omitimos alguna otra. El
tesón de todos hizo posible que el barrio fuese cobrando personalidad. Eusebia
Abrante Siverio, de 91 años hoy en día, acaso encarne el espíritu de
laboriosidad que hemos intentado destacar esta noche.
El
espíritu que fue posible contrastar aquel día en que a las siete de la mañana
un incendio acabó con la cruz primigenia. Los vecinos sofocaron las llamas pero
quedó carbonizada. Recogieron los restos, casi trozo a trozo, y los reunieron
en una casa, donde hicieron una foto para trasladar a la carpintería donde
habrían de reconstruirla. Se las ingeniaron para insertar tales restos en la
nueva confección. A pesar de emplear metacrilato –pues querían que fueran
visibles- no hubo modo material de hacerlo.
Pero,
bueno: lo importante es que Los Nidos progresa mientras se va completando el
relevo generacional. Los más jóvenes tienen mucho que aprender de quienes no se
arrugaron ni se resignaron. Les ayudó la fe pero, especialmente, las ganas de
disponer de mejores condiciones de vida. Por eso están hoy aquí y estarán a lo
largo de las próximas fechas, en una cita a la que acuden gozosos, pensando en
estrechar sus lazos de amistad y vecinales, que, a fin de cuentas, son cien y
el número es bueno para compartir la diversión, el recreo, el desenfado y la
religiosidad.
Los
Nidos, en medio de su modestia, ya no es caserío. Pero aún tiene pendiente la
culminación de algunas aspiraciones, un local social, por ejemplo. Es positivo
vertebrarse y cohesionarse: si se dispone de recursos, aunque sean limitados,
mejor.
Con
este pensamiento, y con el recuerdo para todos aquellos que de una u otra forma
contribuyeron a que el barrio no estuviese aislado ni inaccesible, les animamos
a que los festejos de este año sean amenos y participativos y a que sigan
trabajando, con el mismo entusiasmo, para nuevos logros.
Ojalá
que lo mejor de Los Nidos esté por llegar. Mucha suerte. Y felices fiestas.
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